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¡No estoy hecha para ser maestra!

(Primer capítulo del libro: "Un jardín infantil maravilloso" de Liza Tilson)

Por: Liza Tilson

Algunas personas podrían considerar mi experiencia como “la crisis existencial de los cuarenta”, pero yo no lo veo así. Para mí fue más bien una bifurcación en el camino, una oportunidad única para cambiar radicalmente mi vida y, si no la aprovechaba en ese momento, posiblemente no se volvería a presentar. Dar este paso requería acción inmediata y debía tomar una decisión. La otra alternativa era seguir inmersa en la mediocridad que yo había aceptado antes. Mi “mediocridad” y el “antes” eran parte de una posición muy cómoda, plenamente justificada por ser a la vez esposa y madre de dos hijos jóvenes. Además, trabajaba como secretaria de la Facultad de Ingeniería y más tarde en la Facultad de post-grado de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York. Mi trabajo era interesante, mi posición era de tiempo parcial y me aseguraba un “statu quo” muy aceptable, pero también tenía inquietudes académicas. Durante trece largos y enriquecedores años, estudié para obtener un Bachillerato en Idiomas en el Colegio de la Ciudad de Nueva York, tomando dos clases por semestre, dos noches por semana. Continué mis estudios, y por fin en 1967, a la edad de 48 años y después de un año adicional de clases nocturnas, me gradué de la Universidad con una Maestría en Educación. Había logrado mi objetivo y estaba lista para cambiar el mundo.

Impaciente, contacté a las autoridades pertinentes para completar el entrenamiento estudiante-maestro que me era requerido. Pero una de las damas de la Junta Educativa tenía un plan diferente. Sonriendo, me dijo:

–¡Tiene suerte, Señora Tilson! No hay asignaciones regulares abiertas en este momento, sin embargo la Junta está experimentando con un nuevo tipo de posición: “Above Quota Teacher”, que en español puede ser traducido literalmente como “Maestro Sobre Cuota”. Ni en inglés ni en español este título tiene sentido. La verdad es que era un cobarde eufemismo para disfrazar lo que realmente quería decir: “Maestra Sustituta y Explotada a Tiempo Completo”. Cada día, una maestra era lanzada a los tiburones sin ninguna preparación anterior, teniendo que enseñar una materia nueva y desconocida a diferentes grupos de estudiantes.

–Significa un trabajo seguro, con el mismo sueldo y los mismos beneficios que el de un maestro regular. Usted se presenta a la escuela cada mañana y el director le asigna un salón de clases para el día (donde sea que esté ausente un maestro regular). Adquiere experiencia en diferentes campos y llega a conocer a los estudiantes de la escuela. ¿No le suena interesante?

No, no me sonaba interesante. Me daba pavor. Le advertí:

–Nunca antes he estado ante un grupo de estudiantes, ni siquiera dentro de mi materia de especialización. No tengo absolutamente ninguna experiencia. Soy maestra de idiomas (francés, español e inglés). ¡No estoy calificada para enseñar matemáticas, ciencias naturales, ciencias sociales, historia, arte o música!

Eso parecía no molestarle en lo más mínimo. En un tono dulzón me aseguró:

–No te preocupes por eso. Tú eres una mujer inteligente y madura. El maestro ausente dejará un plan de estudios. El director te ayudará con lo que necesites. Inténtalo. Vas a estar bien, ya lo verás.

Lo intenté. No solo no estuve bien. En realidad, lo odié. ¡Fue una pesadilla!

Los maestros rara vez dejaban los planes de las lecciones. Un maestro no puede saber el día lunes que su hijo estará enfermo el martes por la mañana o que se le bajará la llanta en la autopista mientras se dirige a clases en plena hora pico. Con el gran volumen de trabajo que tenían, más las responsabilidades familiares, eran muy pocos los maestros que escribían sus planes de estudio una semana por adelantado. Tampoco el director podía sacar su varita mágica y conjurar los materiales necesarios o la lección programada para una clase en particular en el momento en que yo los necesitaba urgentemente. Las clases se extendían desde 7SP1, 8SP1, 9SP1 (los muchachos más adelantados), bajando gradualmente de nivel hasta 9–17 (los de aprendizaje más lento).

Descuidando a mi familia, pasé cada fin de semana preparando lecciones “genéricas” de emergencia para cualquier eventualidad que pudiera presentarse.

Traté de conseguir la cooperación de los estudiantes y logré hacer una conexión con algunos de ellos, pero con el grupo fui un fracaso. Casi siempre, la mentalidad de pandilla prevalecía.

Es increíble cómo, incluso los buenos chicos que normalmente no presentan ningún problema disciplinario, se enloquecen cuando ven a un maestro sustituto. Yo no era linda, joven o graciosa. Lo que ellos veían era una mujer medio gordita, chapada a la antigua y de mediana edad. Lo que yo veía eran adolescentes y en aquel momento no había nada que me intimidara más que eso. Lo peor es que eran adolescentes de  los primeros años de secundaria: una subespecie de humanoides, ni niños ni adultos, en quienes recién comenzaba una batalla de hormonas sin que ni siquiera se dieran cuenta de qué era lo que estallaba dentro de ellos. Así entré con un pie titubeante en el umbral del nuevo mundo de los “rebeldes sin causa”. Estos jovencitos aprovechaban las emocionantes oportunidades que se les presentaban para torturar a padres y maestros. Los estudiantes de último y penúltimo año ya se daban cuenta de que necesitaban asentar cabeza y conseguir buenas notas si querían ser admitidos a una universidad. En cambio, los jóvenes empezando la secundaria todavía vivían en el país de Nunca Jamás que constituye la pre–adolescencia. Tomando en cuenta  la relación que logré establecer con ellos, concluí que bien podían haber sido extraterrestres. Rara vez lograba hacer que treinta y cinco chicos de catorce años se sentaran tranquilos. No se diga a lo largo de cinco clases diarias. Un par de veces me di por vencida y me quedé sentada mirándolos, sin poder hacer nada mientras dos de ellos se tiraban borradores o bolas de papel ensalivadas, un par lanzaba aviones de papel al aire mientras que el resto cuchicheaba o leía historietas de Superman, ignorando mis inten- tos inútiles de establecer orden. Sentía una amarga derrota cuando, después de perder 15 minutos del preciado tiempo de clases, tratando de domar hasta la sumisión a esta salvaje manada, mis lecciones cuidosamente elaboradas se quedaban a medias al ser abruptamente interrumpidas por la campana.

Hice lo que pude. Al pasar el semestre las cosas mejoraron, pero los chicos me hicieron trizas el ego y en ningún momento durante aquel año llegué a sentirme en completo control de alguna de mis clases.

El último día, el Sr. Wilmer, nuestro director, sonrió, me dio la mano y dijo –Gracias por sus esfuerzos y su valor. Sé que ha sido muy duro para usted y admiro mucho su perseverancia–. (Dos de mis colegas “sustitutos”, que también se encontraban en su primera asignación, habían renunciado a principios del se- mestre, uno de ellos marchándose en medio de una clase. Yo por lo menos había aguantado, así que me veían como a una heroína).

Al acercarme a la puerta el Sr. Wilmer me alcanzó: –Espero que no haya decidido abandonarnos. ¿Nos vemos en septiembre–? Pensé: ¡Usted está LOCO!

–No señor. Pienso dejar de enseñar. Gracias por todo. Que tenga un buen verano.

Regresando a casa en el metro pensé en todas las veces que había llorado en secreto, metida en aquél closet de útiles escolares y abiertamente en el baño de los maestros. Ahora lloraba silenciosamente en el tren, mirando por la ventana, deseando que nadie se diera cuenta. Nadie lo notó. Si alguien se hubiera dado cuenta, me habría mirado con curiosidad por un segundo, se hubiera encogido de hombros y hubiera seguido leyendo su periódico. En la ciudad de Nueva York se puede llorar en público porque a nadie le importa.

Me sentía humillada y enojada. Odiaba el eufemismo “Maestro Sobre Cuota” cuando en realidad querían decir “Sustituta de por Vida”. ¿A quien creían que engañaban? ¡Por lo menos que lo llamaran por su nombre! Allí quedaron mi brillante carrera de maestra y mis deseos fervientes de cambiar el mundo. ¡El mundo ni siquiera se iba a acordar que alguna vez yo estuve allí!

Habiendo tomado la decisión trascendental de dejar la carrera de maestra para siempre, me despedí de mi esposo e hijo con un beso y volé a la Ciudad de México para pasar el verano con mi hija y su familia. Era un paraíso: las mañanas con mis nietos, las tardes relajadas en los magníficos museos del Parque de Chapultepec, almuerzos en Coyoacán o en Sanborns, excursiones a las Pirámides de Teotihuacán, a Taxco, Cuernavaca y Acapulco. Pasé días maravillosos sin que tuviera que pensar en el próximo año escolar. No más cuchicheo, risitas o adolescentes que demolían mi autoestima. Otra vez disfruté el levantarme por las mañanas.

A finales de agosto camino a casa, me detuve en Miami para visitar a algunos familiares. Mi esposo Jerry me llamó desde Nueva York para avisarme:

–¡Lee, tienes trabajo a partir de septiembre!

–No, renuncié en junio. No tengo trabajo –le dije.

–Si. Tienes un trabajo a partir de septiembre –insistió él.

Alcé mi voz. –No le pedí trabajo a nadie. No quiero un trabajo. ¡Nada de trabajo!

Con voz suave me contestó: –Cálmate. Son buenas noticias. Susan (nuestra vecina que es maestra) le dijo a su director que hablas tres idiomas y tienes una licencia de maestra. Necesitan maestros bilingües para un nuevo programa experimental y el Dr. Hanson solicitó oficialmente que te transfirieran a su escuela en septiembre. Nunca escribiste una carta de renuncia, por lo que todavía estás en sus nóminas.

Silencio. Mi mente se agitaba. Odio darme por vencida pero también odio un trabajo que me hace sentir como una tonta. Y luego recordé: vacaciones lar- gas, feriados, licencia por enfermedad, beneficios médicos, etc. Entonces me pregunté con algo de vergüenza: ¿Acaso esas son razones apropiadas para aceptar un trabajo como maestra? ¿Y que hay con lo de hacer una diferencia en el mundo?

Jerry se impacientó.

–¿Lee? ¿Sigues allí? ¿Por qué no contestas? Esto es serio. El señor necesita tu respuesta para mañana. Quiere que vayas a una entrevista apenas estés de regreso. Suena como una buena propuesta. Ya no son adolescentes, sino niños pequeños de jardín infantil.

–¡Jardín infantil! ¡Pero mi licencia es para la escuela secundaria, no para la primaria! Yo no sé nada acerca de un jardín infantil. Todos mis cursos de metodo- logía estaban enfocados en los adolescentes, ¡para lo mucho que me sirvieron!

¿Que haría yo con niños pequeños cinco horas al día? No toco el piano. No conozco ningún juego ni puedo rodar por el suelo con ellos. No soy ni graciosa ni joven. ¡Estaría loca si pensara en tomar ese trabajo! Dile que no. No estoy interesada. Es mi decisión final –y colgué.

Pero no sirvió de nada. Apenas llegué a la casa todo el mundo trató de convencerme.

Susan me interrumpió a media frase para decirme:

–Lee, cállate por un minuto y escúchame. Están volviéndose locos tratando de encontrar a una maestra bilingüe calificada. Simplemente no existen. Tú eres la única persona que conozco que habla bien el inglés y el español. ¡Lo tienes todo! No te preocupes de tu “incompetencia.” Todo maestro pasa por momentos difíciles en su primer año. Este es el tipo de trabajo en el cual uno crece en el puesto. Cada uno desarrolla su propio estilo a medida que va conociendo a sus chicos. No hay dos clases que sean iguales. Uno improvisa y usa el instinto. Es algo que no se puede aprender en libros o cursos universitarios de meto- dología –añadió–. Tú ya no vas a volver a la secundaria. A nadie le va bien como sustituto. Cualquier persona suficientemente loca como para volver a ser sustituto a tiempo completo en una escuela secundaria de Nueva York es: o un mártir o un masoquista. El ser sustituto, incluso en sus mejores momentos, es como estar en un hoyo. La parte más oscura del hoyo son los primeros años de secundaria. No puedes juzgar tu habilidad basada en los resultados de haber sido lanzada, sin preparación, a un ruedo con 180 jóvenes extraños e inquie- tos todos los días. Te sentirás completamente diferente una vez que tengas tu propia clase de niños pequeños. Ellos todavía son inocentes, les encanta aprender e incluso todavía piensan que los maestros lo saben todo.

Otros me dijeron: “Anda a la entrevista. ¿Qué pierdes?”

Durante la entrevista el Dr. Hanson, director de la escuela primaria 10M, aplicó presión de una manera sutil y discreta para tratar de convencerme:

–Sra. Tilson, cada maestro dentro de nuestro Programa Bilingüe es inexperto. Es un campo nuevo que apenas estamos desarrollando y que se necesita urgentemente en la ciudad de Nueva York para ayudar a la gran cantidad de estudiantes que no hablan inglés. La Oficina del Distrito trabajó todo el verano para desarrollar el nuevo currículo y las guías de estudio. Los maestros recibirán un par de semanas de orientación y entrenamiento y luego serán asignados a las clases –sonrió cálidamente–. Espero que se una a nosotros. La necesitamos y sé que será un gran aporte para el programa.

Fue convincente. Parecía fácil. ¡Él me necesitaba! Ellos me necesitaban. ¿Ellos me necesitaban? Me sentí halagada. ¡Dos meses de vacaciones! No me podía ver otra vez de secretaria.

Sin embargo seguí con la duda. ¿Cómo era que un par de semanas de entrenamiento intenso me prepararían para enseñar cada día a dos grupos de vein- ticinco niños de cinco años de edad? Sonaba intimidante. Le dije al Dr. Hanson:

–Le daré mi respuesta en la mañana.

–Espero que tome la decisión correcta Sra. Tilson –sonrió. Mientras me alejaba añadió–: Una última cosa. La Junta Comunal local es la que aprueba a los maestros que contratamos, así es que si decide unirse a nosotros, necesitará ir a la Oficina del Distrito para una entrevista.

Mi radar me lanzó una señal de advertencia. Había oído que nuestra Junta Comunal estaba ahora en las manos de unos pocos “activistas exaltados” de origen puertorriqueño, embriagados por el poder e importancia a los que no estaban acostumbrados, listos para vengarse de todos los anteriores desaires e injusticias tanto reales como imaginarios, provenientes del “grupo judío” que administraba la Junta Educativa. Se rumoreaba que una cierta Sra. Suna, una de las personas más apasionadas e influyentes del nuevo grupo, se había asegurado de que a los candidatos hispanos se les diera preferencia para todos los puestos. Además era chauvinista cuando se trataba de su propia tierra y sometía a cada candidato a un bombardeo de preguntas referentes a la cultura, historia y los hombres distinguidos de aquella pequeña isla. Si ese era el caso, bien podía olvidarme de todo el asunto e irme a practicar mi mecanografía. No me veía ni actuaba como hispana. Más bien me veía y actuaba como parte de aquel “grupo judío.” Todo lo que conocía de Puerto Rico era que era una isla en el Caribe y los puertorriqueños con quienes había conversado hasta ese entonces hablaban tan rápido y utilizaban tantos modismos y jerga que apenas entendía lo que decían.

 

* * *

Los miembros de la Junta Comunal me miraban con frialdad mientras me sentaba a pocos metros frente a ellos. Sonreí nerviosa. Nadie me devolvió la son- risa. Miraron hacia abajo, sin decir una palabra por mucho tiempo, examinando mi expediente que se encontraba frente a ellos sobre la mesa. Era obvio que no lo habían leído antes de mi cita. Finalmente, una mujer alzó la mirada y me dijo en un tono de confrontación:

–¿Usted enseñó en la escuela secundaria durante un año? ¿Como sustituta?

¿Es todo? ¿Qué le hace pensar que está calificada para ser una maestra bilingüe de un jardín infantil?

Le respondí en voz baja:

–No estoy calificada. Mi licencia es para la escuela secundaria.

Una larga pausa. Más miradas hostiles hacia mí. Me les quedé viendo. De repente me sentí calmada e indiferente. Que no me contraten. No me importa. Yo no iba a mentirles o tratar de impresionarlos. Simplemente iba a decir la verdad y, si no les gustaba, pues, ni modo.

La desagradable Sra. Suna me desafió:

–¿Qué opina de los niños puertorriqueños? Le contesté:

–Son niños como cualquier otro niño. ¿Acaso deberían ser distintos?

–¿Le gustan los niños puertorriqueños?

–¿A cuáles niños puertorriqueños se refiere? No conozco a ninguno en particular.

–¿Cree que le gustarían los niños puertorriqueños?

–No sé lo que significa los niños puertorriqueños. Me gustan los niños. Si se portan bien, cooperan y son obedientes, me gustan mucho. Si son desagradables, mimados, ruidosos y destructivos, no me gustan para nada. Eso aplicaría a niños puertorriqueños, mexicanos, chinos, africanos, alemanes, judíos o ir- landeses. La mayor parte de los niños son dulces y encantadores. Un malcria- do es un malcriado en cualquier nacionalidad.

Por un momento, nos quedamos viendo en un frío silencio , luego volvió a atacar (esta vez en español yo también cambié de idioma):

–Dígame algo de Betances. ¿Sabe quién es?

–No, nunca he escuchado su nombre.

–¿Y que hay de Hostos?

–No sé quien es.

Me lanzó una mirada fuerte. Yo le lancé otra.

–¿Qué piensa acerca de la educación bilingüe? –(todavía en español).

–No sé de qué se trata todo el alboroto. Se supone que las escuelas están para enseñar a los niños. Si el maestro habla un idioma y el niño otro, la comunicación es difícil, en algunos casos imposible. La mayoría de los niños logran aprender lo suficiente del idioma para poder seguir la instrucción, aunque sea de manera superficial. Pero hasta ese entonces, pierden mucha información, si no toda, de lo que se está enseñando. Si un programa bilingüe está bien manejado, debería funcionar muy bien. Para mí tiene sentido. No sé por qué alguien estaría en contra.

Me contrataron

Nada de sonrisas ni apretones de mano. –Repórtese a tal y cual lugar. Llene los formularios.

Me dejaron un poco desalentada.

La manera inoportuna, torpe y sin tacto con la cual el Distrito presentó el nuevo programa varias semanas después de haber comenzado las clases, no hizo nada para mejorar la aprobación del público. En realidad, puso en contra a la gente que, de otro modo, hubiera estado a favor del programa.

El sentimiento anti–bilingüe era tan fuerte dentro de la primaria 10M como en otras partes de la ciudad. Muchos de los maestros titulares efectivamente venían de familias judías de clase media cuyos padres o abuelos habían inmigrado de Europa del Este. Un comentario común era: “Cuando mis padres vinieron de Rusia, nadie creó un programa bilingüe para ellos, sin embargo ellos aprendieron rápidamente por si solos.”

Otra crítica era que muchos de los nuevos maestros no eran bilingües en absoluto. Algunos hablaban inglés con un fuerte acento español. Otros hablaban español con un fuerte acento inglés. Yo recuerdo a Julie, maestra de primer año de primaria, diciendo: “Muchos de ellos ni siquiera pueden formular una oración en inglés gramaticalmente correcta. ¡¿Y puede creer que el genio del aula 102 le dijo al Director que quería “ax” (“hacha”) en vez de “ask” (“pre- guntar”) a la madre dónde había nacido el niño?!”

Un obstáculo mayor en la implementación del nuevo programa era la ausencia de aulas vacías en las cuales instalar las clases bilingües por separado. No hubo suficiente tiempo durante el verano para resolver los problemas logísticos, debido a retrasos en la aprobación oficial del programa piloto. Así que la Junta del Distrito (impulsada por la impaciente mayoría hispana) tomó la asombrosa y arbitraria decisión de no esperar a que hubiera espacio disponible y, en su lugar, superpuso a sus maestros dentro de las clases que ya estaban establecidas, esperando que cada nueva maestra trabajara en “equipo” con el personal titular.

Desafortunadamente, nadie pensó en pedir la opinión, preferencias o sugerencias de la gente involucrada. ¿Equipo? ¡Já! Un poco de tacto y diplomacia quizás hubiera podido suavizar la rabia e indignación, pero ambos faltaron en la implementación del programa. El ambiente que se creó no fue ninguna sorpresa. La hostilidad de parte de los maestros titulares era tal que presen- tarse en el trabajo cada día se sentía como caminar sobre un campo de minas. Muchos de los maestros titulares habían hecho un trabajo estupendo en aque- llas aulas durante muchos años. Ahora tenían que hacerse a un lado, entregar su territorio y sus estudiantes y trabajar junto a los recién llegados para imple- mentar el tan odiado programa ordenado por el Distrito.

Me encogí de vergüenza cuando conocí a la Sra. Lehman, imaginándome como debía sentirse. Ella odiaba la situación. Y a mí, como invasora desafortunada, me odiaba también. ¿Quién podía culparla? Yo odiaba estar en la sumamente incómoda situación de ser la intrusa no deseada dentro de su dominio. Mi única preparación para este trabajo consistió en un mini–curso de educación bilingüe de cuatro semanas que fue creado de manera precipitada. Era una munición bastante patética con la cual entrar en una zona de guerra.

Las exhibiciones pintorescas que decoraban “mi” nueva aula, claramente mostraban que la Sra. Lehman había pasado muchos felices y productivos años con sus pequeños. Su amplia colección de material didáctico, mucho hecho a mano, proclamaba a esta señora como una maestra creativa y talentosa.

Empecé con una disculpa:

–Sra. Lehman, yo sé muy bien que esta imposición es dura y desagradable para usted y para los otros maestros. Lo siento. El Distrito decidió esto, no nosotros. No tengo ninguna intención de robarle su autoridad o cambiarle

su clase. Le estaría muy agradecida si me enseñara su rutina diaria, para así evitar desorganizar a los niños. Mis órdenes son de dar clases de fonética en español, contarles cuentos y cantar con ellos, así como enseñarles la versión en español de los juegos que ya saben. ¿Qué me dice usted?

En apariencia me dijo todas las cosas apropiadas, me dio varias sonrisas forzadas y pretendió jugar a “la colega y colaboradora.”

Me enseñó donde podía encontrar las cosas. Dijo:

–Estaré feliz de ayudar en lo que pueda. Siéntase libre de utilizar cualquier material dentro del aula. Lo que necesite me avisa.

Una sonrisa amable. Bonitos dientes, noté.

Pero muy pronto empecé a desear que alguien en algún lugar inventara una cobija emocional en la que pudiera envolverme para protegerme del sutil e implacable frío ártico en el cual se llevaba nuestra interacción diaria.

A la Sra. Lehman le faltaba un año para jubilarse. Así que es posible que ella se sintiera agotada y ya no le quedara más energía después de tantos años. Si así fuera, el cansancio acumulado era el responsable del hecho de que desde que llegué, nuestra clase se convirtió en un paraíso de “juegos libres” los cuales no sufrían ninguna clase de restricción por parte de la maestra. Juegos libres mientras pasaban lista. Juegos libres después de tomar lista. Juegos libres en el patio antes del recreo. Y, luego, la hora de que los niños se fueran a casa.  A las 12:30 la farsa empezaba de nuevo con la clase de la tarde.

Yo deseaba observar y tomar notas de sus lecciones. No había lecciones. Yo preguntaba:

–¿Hay alguna actividad que quiere que haga con los niños? ¿El calendario? ¿El clima? ¿La canción del abecedario? ¿Las letras de sus nombres?

Una vez más la sonrisa forzada y los bonitos dientes.

–Por favor, enséñeles la lección que usted desee. Sí, seguramente les gustaría

practicar el calendario y el clima. Adelante. Por mí está bien.

Yo desarrollaba cada una de esas lecciones, luego más tiempo de juego. Puse mi disco de Cri Cri y les enseñé canciones en español. Ella se sentaba sin alzar la mirada, constantemente absorbida en algún tipo de papeleo. Finalmente, dándome cuenta de que mis clases bilingües nunca despegarían a no ser que iniciara cambios, le sugerí:

–Sra. Lehman, ¿por qué no nos dividimos el día? Usted toma la clase de la mañana y yo le ayudo. Y yo tomo la de la tarde y me ayuda usted. Yo haré las ac- tividades en español en ambas clases y usted trabajará en inglés. ¿Qué opina?

–¡Oiga, es una excelente idea! ¡Hagámoslo! –(¡otra sonrisita enloquecedora! Para ese entonces estaba convencida de que esos dientes eran falsos porque eran demasiado perfectos)–. ¡De ahora en adelante, sí! Hagámoslo a su manera –(una sarcástica voz cantarina)–. La clase de la mañana para mí. La de la tarde para usted. Una para mí. Una para usted. ¡Genial!

Esta vez nada de sonrisa forzada, débil o enloquecedora. Solo una mirada burlona.

Durante las que ahora eran constantes mañanas de juego, yo hacía rondas por el área de los bloques, la casa de muñecas y el centro de artes, reuniendo a los traviesos que estaban desocupados y llevándomelos a una de las mesas para trabajar con ellos. Durante mi clase de la tarde, siempre su papeleo infernal, mientras yo me movía a tientas en un torpe esfuerzo para cubrir el plan de estudio de 12:30 a 3:00. Ningún comentario, ninguna crítica, ninguna sugerencia. No había ninguna expresión en su cara. Ella simplemente estaba allí, con una cierta cara en blanco ante mi desconcierto cuando yo fallaba en una clase o metía la pata en algo. Cada día era más intolerable. Estaba a punto de explotar cuando intervino el misericordioso destino a través de la Coordinadora Bilingüe, la Sra. Merlino.

La Oficina del Distrito estaba siendo criticada por todos lados. Sin embargo, la mayoría de los directores entendían la legítima necesidad de un programa bilingüe, sobre todo en escuelas como la primaria 10M, donde más del 65% de los estudiantes no hablaban inglés. También daban la bienvenida a los fondos adicionales otorgados a las escuelas que participaban en el programa piloto.

Nuestra Directora, la Srta. Kurtz parecía haber puesto de lado cualquier resistencia que pudo haber sentido siendo ella misma una antigua “maestra judía”. Cooperó enteramente para implementar el nuevo programa. No era fácil sanar los sentimientos heridos y la ira de los maestros antiguos, quienes estaban obligados a tomar el segundo lugar ante un “grupo de mequetrefes jóvenes quienes estaban más que perdidos, y quienes se llamaban bilingües cuando apenas lograban hablar inglés.”

La situación en el Jardín Infantil 139 mejoró un poco después de una reunión conjunta entre la Srta. Kurtz, la Sra. Merlino, la Sra. Lehman y yo.  Llegamos a un acuerdo sobre un plan diario de estudio (exactamente lo que yo había sugerido antes) “mutuamente satisfactorio” solo que ahora tenía el imprimatur oficial, tanto de la Srta. Kurtz como de la Sra. Merlino. Teóricamente yo estaba “a cargo,” pero una vez más le pedí a la Sra. Lehman que ignorara las tonterías de los títulos que mandaba el Distrito:

–Sra. Lehman, ambas sabemos que usted es mejor maestra. Yo quiero trabajar con usted, observarla y aprender todo lo que esté dispuesta a enseñarme. Casi no tengo experiencia. Estoy en serios problemas sin su ayuda y lo sé.

El falso juego continuó, y el año de 1967 se hizo eterno. Sin duda la Sra. Lehman se sentía aún más impaciente que yo para que acabara el año escolar, ya que en el horizonte veía que se acercaba una hermosa jubilación y con ella, la libertad. Mientras los días y las semanas se prolongaban, ella gradual y sutilmente me “permitía” hacer más y más de su parte de lo que eran nuestros trabajos en conjunto, mientras que yo estaba haciendo el 90% de la enseñanza en ambos grupos. En su papel de “asesora” nunca levantó un solo dedo. Mientras yo me ahogaba en el intento determinado de convertirme, antes de finales de junio, en una maestra bilingüe capacitada, sus fríos ojos azules nun- ca se perdían de nada, disfrutando cada uno de mis errores en el proceso.

Con el tiempo, la Sra. Lehman partió felizmente a la paz y felicidad de una jubilación bien merecida y yo me convertí en una maestra bilingüe capaz y digna. A partir del siguiente septiembre, el aula 139 se convirtió en el muy bendecido, hermoso y sagrado dominio que serviría de telón de fondo para catorce de los más felices, gratificantes y productivos años de mi vida.

* * *

Ahora quisiera invitarlos a que me acompañen en una visita hacia el pasado, al viejo terreno conocido: el Jardín Infantil 139, un reino mágico de niños de cinco años, donde la única que envejecía era la maestra. Les ofrezco el privilegio de conocer de cerca a algunos de los más encantadores, vulnerables e inolvidables niños, los que dejaron sus huellas imborrables en mi mente y en mi corazón.

(Primer capítulo del libro: "Un jardín infantil maravilloso" de Liza Tilson)

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