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Sobre la enseñanza de la historia. ¿Y los maestros?, ¿y la pedagogía?

Alejandro Álvarez Gallego

Profesor Universidad Pedagógica Nacional

Grupo Historia de la Práctica Pedagógica

 

Introducción

El debate sobre qué historia enseñar en la escuela es tan antiguo como la modernidad, es decir, tan antiguo como la escuela misma. En un trabajo anterior mostré (Alvarez, 1995) cómo la escuela había nacido en los países latinoamericanos, entre otras cosas, por la necesidad de [in] formar al pueblo como ciudadanos de una nuevísima figura política que era la República. Lo anterior supuso la unificación de una lengua, la incorporación de la escritura en las culturas y la nacionalización del pasado. No había mejor invento que la escuela para lograr tal cometido, so pena de que la aventura revolucionaria de los criollos fracasara. Todo el siglo XIX estuvo atravesado por un debate intenso que demarcó las fronteras ideológicas entre los incipientes partidos políticos, relacionado con la justificación de la independencia de las Coronas Europeas que tenían sus dominios en el continente. Los territorios dependientes de España fueron demarcando sus nuevas fronteras hasta los años 1930 (aunque aun quedan litigios por resolver) en un proceso que costó decenas de guerras internas y externas en el que se fueron configurando los mapas nacionales, y con ellos, el sistema de verdades que fue perfilando la identidad política de cada país. 

Definir qué historia contar acerca de lo que fue ese proceso era parte de las disputas políticas, y era la escuela el escenario privilegiado, no sólo para contar la historia, sino para modelar el carácter, la identidad y la personalidad misma de los llamados ahora ciudadanos, en función del relato histórico que se construyera. Por esa razón hemos sostenido (Alvarez, 2008) que la historia escolar es anterior a la disciplina histórica y que la segunda le debe a la primera parte de sus estructuras canónicas, por lo menos hasta los años 1950, cuando quiso desprenderse de dicho origen. (1)

De manera que pretender discutir ahora qué historia enseñar en la escuela sin reconocer la historia de este debate, es, no sólo un anacronismo imperdonable tratándose de historiadores, sino un gesto político que tiene sus efectos nocivos para el proceso de cualificación de dicha enseñanza. 

Lo que quiero mostrar es que dar este debate sin la historia de la enseñanza, sin el concurso de los maestros de la educación básica, y sin los aportes de la pedagogía como el saber que le da sentido a la pregunta misma, lleva a quedarse en enunciados simplistas y en descalificaciones ligeras, que no ayudan a comprender las dimensiones de lo que realmente sucede en la escuela y mucho menos a pensar en alternativas sugestivas, viables y pertinentes para cualificar lo que hoy se hace en este campo. 

La Ley 1874 con la que se pretende “restablecer la enseñanza de la historia como una disciplina integrada en los lineamientos curriculares de las ciencias sociales en la educación básica y media” (Artículo 1), expedida el 27 de diciembre de 2017, generó desde antes de su promulgación y después de ella, una nueva discusión que contó con la participación activa de la Academia de Historia y sus seccionales, de la Asociación Colombiana de historiadores, líderes políticos, funcionarios gubernamentales, profesores formadores de maestros y algunos, muy pocos, maestros en ejercicio. Este tipo de debates se han presentado en otras latitudes y convendría hacer un trabajo en el que se rastreara lo que ha pasado con ellos. (2)

Pero en los eventos y escritos que han circulado a propósito de esta ley, consultados para efectos de este artículo, no he encontrado rastros de la reflexión pedagógica, salvo honrosas referencias hechas por maestros de básica y algunos profesores universitarios formadores de maestros. Los argumentos que más han pesado en torno a la definición de la historia que se ha de enseñar, están centrados fundamentalmente en los asuntos propios de la disciplina histórica y en la coyuntura política del acuerdo de paz, con algunos aportes acerca de los métodos didácticos más adecuados para enseñar los contenidos que se definirán en el inmediato futuro. 

La Ley finalmente aprobada recogió casi en su totalidad el proyecto que fuera presentado por una Senadora del partido Liberal expresando el clamor de los historiadores y de otros políticos para que volviera la cátedra de historia y sacarla del “limbo” donde se encontraba “diluida” en el área de Ciencias Sociales. Tal limbo y tal dilución se refiere a la manera como se estructuró el área de ciencias sociales en la Ley General de Educación de 1994 y en los Lineamientos curriculares expedidos por el Ministerio de Educación en el año 2004. 

En la exposición de motivos de dicho proyecto se acudía a expertos en enseñanza de la historia para fundamentar tal solicitud. Pero ninguno da cuenta de la historia de la enseñanza de la historia en Colombia. Reproducen la crítica a-histórica a la llamada historia patria y en particular al texto de Henao y Arrubla, como se ha venido haciendo desde hace más de cuatro décadas. Desconocen la forma como nació la necesidad de enseñar historia en la escuela, lo que le ha pasado a ese saber durante doscientos años, los cambios que ha sufrido, en particular lo que sucedió durante los años 1930, cuando se implementaron alternativas novedosas, y la forma como la pedagogía se posicionó allí; ignoran también cómo desde los años 1960 se olvidaron de la pedagogía para darle el espacio a la visión más conservadora de la historia y, paradójicamente, también a la llamada Nueva Historia que emergió en Colombia, entre otras cosas, para liberar la historia de los relatos escolares que consideraron ideologizados y pobres, a la luz de los nuevos criterios “científicos”, que se proclamaron.

La exposición de motivos y los argumentos de quienes apoyaron la que sería luego la Ley 1874, insisten en la tesis de la nueva historia de los años 1960 que institucionalizó la creencia de que antes de ellos todo había sido historia patria, episódica y romántica, no científica, no social, no cultural; desconocen todo lo que desde los años 1920 se hizo por una historia escolar que tratara temas económicos, sociales y culturales, desde donde se produjeron importantes textos que luego la nueva historia reconocería como sus antecedentes pioneros, olvidando que tenían mucho que ver con el propósito de renovar la enseñanza en la escuela. 

Cuando la llamada nueva historia se acordó de la escuela en los años 1980, preocupados por la escalada de la violencia que se vivía y el afán por revisar qué tanto desde la escuela se contribuía a un cambio estructural en el país, volvieron su mirada a la escuela. Ahí ellos se propusieron escribir manuales (cómo si fuera asunto de contenidos) y entraron en la llamada guerra de los manuales con la Academia de historia. 

A continuación pretendo mostrar cómo el debate alejado de la historia de la enseñanza, de los maestros y de la pedagogía, como ya dije, lleva a percepciones erróneas y a desconocer las posibilidades que tiene la escuela de responder a los retos del presente, si se le mira estructuralmente y no como una disputa disciplinar por unos contenidos curriculares aislados. 

 

1. La pedagogía como saber que le da sentido a la enseñanza 

Lo primero que hay que decirles a los expertos que han terciado en este debate es que la pedagogía no es el método, no es el saber que hace operativo el discurso general de la educación, y la educación no es la que le da el norte y el sentido a la práctica. Esa discusión está superada hace décadas en nuestro país, incluso en las normativas gubernamentales. Los lineamientos de política para la formación de los educadores así lo expresa:

[La pedagogía] como saber fundante de la formación de educadores, da sentido e identidad a los diferentes subsistemas. La importancia de la pedagogía en la formación de los docentes está reconocida en el conjunto de la legislación educativa. Así en la Ley 115 de 1994, artículo 109, cuando se define las finalidades de la formación de educadores se establece como una de ellas “el desarrollar la teoría y la práctica pedagógica como parte fundamental del saber del educador. Posteriormente, en el artículo 8 del decreto 709 de 1996, al definir las líneas transversales que deben tener los programas de formación, se incluyó en primer lugar a la “Formación pedagógica que proporciona los fundamentos para el desarrollo de procesos cualificados integrales de enseñanza y aprendizaje, debidamente orientados y acordes con las expectativas sociales, culturales, colectivas y ambientales, de la familia y de la sociedad…”. (…) Así, se califica [la pedagogía] como un campo de conocimiento, desde dos perspectivas. La primera considera la pedagogía como campo conceptual, en tanto ofrece una idea de “apertura, en su condición de múltiple y plural; con la capacidad de alojar discursos, prácticas, conceptos y teorías de diverso origen y la posibilidad de interpretar las contribuciones de las distintas culturas pedagógicas a través de la reconceptualización”. La segunda perspectiva define la pedagogía como una disciplina en proceso de delimitación de su objeto de estudio, que toma distancia de otros campos disciplinares; en palabras de Andrés Klaus Ruge, en proceso de disciplinarización. Lo anterior indica que desde un proceso de formación de educadores es indispensable ahondar en las distintas comprensiones de lo pedagógico, de tal modo que el educador como intelectual y profesional comprenda e interiorice las construcciones conceptuales que dan sustento a su práctica pedagógica, asuma posturas al respecto y contribuya en la construcción de conocimiento pedagógico. La formación pedagógica al interior del sistema de formación de educadores deberá estar encaminada al acercamiento epistemológico, teórico, crítico y constructivo de su corpus conceptual y práctico. (MEN 2013, 64)

Aunque el decreto 709 mencionado ya no está vigente, la cita si da cuenta de lo que se ha discutido y consolidado en el país, por lo menos desde la década de 1980. Con todo, lo que se expresa en la exposición de motivos de la Ley 1874 va en dirección contraria, pues considera que la disciplina histórica ha sido “subsumida” por el área de las ciencias sociales. 

Sin embargo a lo largo de las dos últimas décadas la enseñanza de la historia como asignatura independiente ha sido subsumida por el campo general de la enseñanza de las ciencias sociales o de la formación cívica. Las razones para ello deben atribuirse no a los principios de la ley, sino a su reglamentación y a la práctica escolar de los operadores educativos. (Exposición de motivos, 2016, p. 11)

Es decir, no está de acuerdo que en el currículo se trabaje por áreas, y acusa a los “operadores educativos” de ir contra los principios de la ley. 

Lo primero no es cierto. La ley y las políticas curriculares sí promueven la integración de las disciplinas, sin necesidad de prescindir de sus aportes conceptuales. Por esa razón los lineamientos de 2004 propendían por la integralidad de las CCSS en la escuela en torno a ejes generadores: la defensa de la condición humana y el respeto por la diversidad; las personas como sujetos de derechos; la conservación del ambiente; la superación de las diferencias socioeconómicas; el planeta como casa común de la humanidad, la identidad y memoria colectiva; el saber cultural sus posibilidades y riesgos y el conflicto y cambio social. La concepción que sustenta estas políticas proviene de los más avanzados debates que se daban en el campo de la pedagogía durante los años 1980. Ya desde 1984, en la reforma curricular que el MEN procuraba, se hablaba de la integralidad de las ciencias sociales. Pero el problema no es ese, pues en la misma Ley 115 se habla de las asignaturas que comprende el área de ciencias sociales y se mencionan aparte la historia y la geografía, junto a constitución política y democracia. Incluso, de manera ambigua dice que el área es: Ciencias sociales, historia, geografía, constitución política y democracia; no puso dos puntos después de Ciencias sociales; no se sabe si por error u obedeciendo a alguna concepción epistemológica particular.

Lo segundo tampoco es cierto. Los maestros, mal llamados “operadores educativos”, en la mayoría de los casos no han hecho la integración deseada; se sigue enseñando la historia y la geografía separadas. Así es desde mucho antes de la ley. Incluso los textos de ciencias sociales que todavía existen, dividen los capítulos para darle un lugar a los contenidos de historia y otro a los de geografía, cívica, o democracia. Y esto por varias razones que habría que investigar; en principio diríamos que se debe a tres razones fundamentales: porque exige un trabajo en equipo que la escuela no siempre permite, porque la noción de ciencias sociales escolares durante mucho tiempo las ha separado (no siempre, como veremos más adelante), y porque en la academia se siguen formando profesionales disciplinados. 

En el proyecto de Ley se insiste hasta la saciedad en la autonomía de cada una de las ciencias sociales: 

Pretender que el “corpus” de cada una de las disciplinas sociales que hoy se reconocen como autónomas: la historia, la geografía, la sociología, la antropología, la sicología social, la filosofía política, la economía, entre otras, puedan quedar agrupadas en “una” ciencia social integral es desconocer los paradigmas de la complejidad, entre otras los de la producción del conocimiento, que tanto defienden los Lineamientos a partir de Morin, y al mismo tiempo ignorar la diversidad de los aportes de cada disciplina y su capacidad para enriquecer visiones críticas de fenómenos complejos. (Proyecto de Ley.. 2016, p 14)

Con esos argumentos se desechan los importantes debates que desde diferentes campos de las CCSS se han dado en el mundo, y que inspiraron la Ley 115 y los lineamentos de 2004. Pero además se incurre en otra imprecisión cuando insinúan que es hoy, y no antes, que el “corpus” de cada una de ellas se reconoce como autónomo. Es al revés; dichas disciplinas nacieron cada una buscando delimitar sus objetos en un afán por fragmentar lo social. Desde los años 1960 hasta hoy se trata de reversar esto. (3)

Los defensores de la Ley proponen volver a la fragmentación. En el mundo de la academia esto tiene un significado, y en la escuela otro. Diríamos que en la escuela es importante avanzar de la mano de lo que la pedagogía ha venido planteando, también desde hace décadas, y es la estructuración de proyectos que le permitan a los jóvenes aprender y formarse con una visión holística del mundo. La pelea por las disciplinas no se puede trasladar a la escuela. 

La arrogancia de los historiadores se refleja en lo que se plantea en la exposición de motivos del proyecto de la citada Ley.

Reivindicar que se tenga una materia con el nombre Historia dentro del currículo es, en últimas, reconocer que es el referente más fuerte dentro del trabajo que realizamos hoy bajo el nombre de Ciencias Sociales. Éste es el conocimiento que mejor orienta las reflexiones al interior del aula y a partir de ellas el estudiante se va acercando al entendimiento de mundo que lo rodea. (Sanabria, 2015, citado en Proyecto de Ley, 2016, p. 15)

Decimos arrogancia, porque lo que se percibe en algunas posturas intelectuales es el afán de una u otra disciplina para que las demás se organicen alrededor de ella. 

Aunque se critican los lineamientos curriculares, se insiste en que sea la Historia, como disciplina autónoma, la que comande la articulación de los ejes generadores. Esta es la esencia de los argumentos que motivaron la Ley. Y fue justamente esto lo que el MEN cambió al momento de acordar la redacción final, pues planteó que la historia sería parte de los lineamientos curriculares de las ciencias sociales vigentes, pero no una asignatura independiente: 

Artículo 1°. Objeto. La presente ley tiene por objeto restablecer la enseñanza obligatoria de la Historia de Colombia como una disciplina integrada en los lineamientos curriculares de las ciencias sociales en la educación básica y media. (Ley 1874, 2016, p.1) 

Los argumentos con los que defendieron el proyecto de ley fueron contradictorios pues por momentos se esgrimía la idea de que la historia es una dimensión que atraviesa el pensamiento social, pero proponían que fuera la disciplina mayor y que fuera tratada de manera independiente. Para defender la idea de la enseñanza de la historia como disciplina independiente, citan a Fontana (2003):

“De esta forma, usar su capacidad de construir “presentes recordados” para contribuir a la formación de la clase de conciencia colectiva que corresponde a las necesidades del momento, no sacando lecciones inmediatas de situaciones del pasado que no han de repetirse, como se suele pensar, sino creando escenarios en que sea posible encajar e interpretar los hechos nuevos que se nos presentan”. (Proyecto de Ley.. 2016, p 18)

Al contrario de lo que deducen los autores de este anteproyecto, Fontana estaría de acuerdo en que la conciencia colectiva no se forma recordando la historia, sino dimensionando históricamente el presente, lo cuál cambia por completo el argumento. Por lo demás esta es una pretensión no solamente de los historiadores, sino de todos los científicos sociales que tienen una mirada crítica del presente. 

En medio de la ambigüedad proponen que el currículo se estructure en torno a campos de pensamiento, como lo había dispuestop el Distrito en 2007, que serían: matemático, científico tecnológico, literatura artes y expresión, e histórico. Una vez más la historia como vértice de todas las ciencias sociales, de todo el pensamiento social. Lo que pretende la Ley 1874 al crear la comisión para que revise y ajuste los lineamientos curriculares de ciencias sociales con la historia de Colombia como disciplina integrada, es retomar esa idea: 

Un buen ejemplo de como podrían abordarse tales lineamientos data de 2007 con las orientaciones curriculares para el campo del pensamiento histórico desarrolladas por la Secretaría de educación de Bogotá que no lograron aplicarse pero que aboga por enseñar la historia como “una forma de pensamiento” respecto de la cual formula varias observaciones que resultan pertinentes. En primer lugar, si bien reconoce que “la narración histórica evidencia ideologías y subjetividades, ello no anula su valor cognoscitivo sino que afirma la posibilidad y el deber permanente que tenemos de re-interpretar y lo desacertado que resulta el proceso de conocimiento como la repetición de verdades establecidas”. Por ello, el pensamiento histórico es “preguntar a partir de los problemas /situaciones del presente y, en la necesidad de responder, el pasado cobra sentido”. (Proyecto de Ley, 2016, p. 33)

En el mismo sentido recogen apartes de los historiadores de la universidad del Rosario:

Por su parte, el grupo de Historia de la Universidad del Rosario (2015) aporta algunos criterios para justificar la enseñanza de la historia: primero, en la necesidad de superar el llamado “presentismo” como “una visión miope que ignora procesos sociales complejos y de larga duración y que es incapaz de decirnos quienes somos y como llegamos a donde estamos”; segundo, por la necesidad de cuestionar formas tradicionales de convivencia social y avanzar hacia el aprendizaje de la libertad y de la tolerancia y tercero, la historia “debe dar a cada uno el sentimiento de que pertenece a una comunidad, vinculada con una geografía capaz de aprehender los territorios y debe hacer compartir un sistema de imágenes, referencias y valores comunes”. (Proyecto de Ley, 2016, p. 19)

Una vez más, esa función integradora no la tienen solamente los historiadores, también la reclaman los sociólogos, los antropólogos, y aun más los filósofos. 

En las dos citas anteriores puede observarse que se reconoce la tarea formativa y podríamos decir “moralizante” que siempre han tenido las ciencias sociales escolares, a pesar de la molestia que sienten los representantes de la nueva historia por este hecho. Tal tarea no es valida para la historia académica, por supuesto, pero no se puede evitar en la enseñanza básica; es una función que la pedagogía puede matizar, y es a ella a la que le corresponde hacerlo de la manera más pertinente, según el momento histórico que se viva y según los fines de la educación que una sociedad, por consenso, procure. 

En general parece que los gestores de esta ley confunden lo que los historiadores se proponen, lo que esperan de la Historia como disciplina, es decir sus debates y sus argumentos a favor de un tipo de historia o de otro, con lo que realmente se puede enseñar en la escuela. La historia sí puede y debe desentrañar los vericuetos de los procesos de la formación de una nación o de una identidad nacional, pero eso no lo hace la historia escolar, ni siquiera las ciencias sociales escolares, tampoco la escuela toda. Si se pretende que la historia escolar cumpla el objetivo de formar una conciencia nacional y los sentimientos colectivos que promueven la paz y la convivencia, como asignatura con 4 horas semanales, es una prueba más de que no se está pensando desde la pedagogía el problema. La pedagogía es la que puede decirnos los alcances y las posibilidades de la escuela y de la enseñanza. Y es que además de la identidad nacional, como reflejo de la coyuntura que vive el país en torno a los procesos de paz, muy parcialmente exitosos, se pretende que la asignatura de historia le apueste a la formación de una “memoria colectiva” que aporte a la paz y la reconciliación. 

La asignatura obligatoria de historia, por lo menos en su componente nacional, busca precisamente preservar la memoria colectiva del conflicto armado que está en su proceso de negociación, y trasmitirla a todos los nuevos estudiantes, que hacen parte de lo que comúnmente se ha denominado “generación de la paz”. (Proyecto de Ley, 2016, p. 26)

Es loable este propósito y se comprenden las buenas intenciones de quienes lo proponen; máxime cuando se vive un momento angustioso en el que se deben unir muchos esfuerzos para que se consolide un proceso de paz que algunos llaman estable y duradero. Pero en realidad es poco lo que una asignatura como la historia podría hacer al respecto; máxime si se le quiere desligar de una mirada holística de la sociedad para ser trabajada como área de ciencias sociales y articulada a proyectos pedagógicos interdisciplinarios que atraviesen toda la escuela. Una vez más le entregan demasiadas responsabilidades a la escuela y a los maestros. Pedirle a la escuela o a una asignatura como la historia que resuelva el problema de la identidad nacional es un despropósito. No es función de la historia escolar resolver eso, y mucho menos garantizar la formación de sujetos con una identidad determinada, teniendo en cuenta el poder que cada vez más tienen los medios de comunicación y el mundo extra-escolar que rodea a los niños y jóvenes. La formación de una subjetividad ciudadana, sea cual sea, es cada vez más un asunto complejo en el que intervienen muy diversos procesos sociales, culturales y políticos, y escapan del control absoluto de la escuela, la pedagogía y los maestros; puede contribuir, pero no resolverlo de manera definitiva. Este fenómeno está siendo revisado en el campo de la pedagogía desde hace varias décadas4 , con el propósito de definir con responsabilidad y realismo los alcances y posibilidades de la escuela. 

La pelea de los historiadores profesionales, de la Nueva historia y de la Academia de historia, es con los lineamientos de las CCSS de 2004, no con la Ley 115, donde sí se habla de la historia como asignatura. Pero desconocen lo que está pasando en la realidad de los colegios. Cuando se aceran a ellos reconocen que sí se enseña historia, pero una mala historia, la califican de historia tradicional y se quejan porque perciben que hay contenidos imprecisos, erróneos o sesgados. Pero la pregunta es: ¿qué tanto ese acercamiento es juicioso y profundo? En un debate que convocó la Universidad de los Andes a propósito de los alcances de la Ley 1874 que estamos comentando5, una prestigiosa historiadora cuestionaba la historia que se enseña porque su nieto le comentó que Cristóbal Colón era un embustero. Su juicio fue implacable: ¿cómo le van a enseñar eso a los niños en la escuela? Juzgar la historia escolar por un acercamiento tan superficial a su enseñanza, es a todas luces irresponsable. 

Es cierto que hay un problema con la enseñanza de la historia, pero no tanto por los contenidos que se enseñan, sino justamente por funcionar como asignatura, alejada de un Proyecto Educativo Institucional y de un Proyecto pedagógico que permitiría sí, ofrecer una mirada integradora a los estudiantes, reconociendo la dimensión histórica, por supuesto. Esto haría que se revisen los contenidos de la historia que se enseñan y los haría mucho más pertinente, en función de los contextos culturales, institucionales y sobre todo de acuerdo a las dinámicas que la cultura escolar, en particular las características de los estudiantes, vayan indicándole a los maestros qué es lo que conviene enseñar. Una cosa es formar el pensamiento histórico y otra es dictar una asignatura de historia. Esta ambigüedad atraviesa todos los argumentos del debate, como se constata a continuación: 

La comunidad de historiadores profesionales comparte las preocupaciones docentes sobre los efectos de la desaparición de la enseñanza de la historia nacional, pues para ellos la ausencia de esta asignatura en los currículos de las instituciones educativas en Colombia ha llevado a una suerte de “amnesia” o “analfabetismo” histórico y cultural que conduce a la pérdida de referentes propios y de puntos de orientación compartidos para la sociedad colombiana. En concordancia con lo manifestado por algunos docentes en la encuesta, los historiadores Enrique Serrano y Jorge Orlando Melo señalan que el no desarrollar pensamiento histórico “fomenta un pensamiento mágico: hace que los estudiantes crean en mitos e ideas falsas con extrema facilidad, no tengan una visión razonable de sí mismos y sean personas manipulables”, además los hace incapaces de “tomar decisiones informadas sobre los asuntos políticos, pues ignoran la experiencia que el país ha vivido”. Por ello la advertencia de Álvaro Tirado Mejía es hoy día más que relevante: “las sociedades que no tienen conciencia de lo que son, corren el riesgo de diluirse” (Proyecto de Ley, 2016, p. 31)

Si, pero para ello no se necesita una asignatura exclusiva, sino una mirada histórica, y no sólo de las ciencias sociales, sino de todas las áreas del currículo; por supuesto que en el área ha de profundizarse en dicha mirada. 

 

2. La historia de la enseñanza de la historia

El campo de la pedagogía requiere tener una mirada histórica de lo que ha significado la escuela para la sociedad, y dentro de esa revisión, es importante mirar lo que se ha enseñado en ella y su devenir, esto para poder pensar, como ya se ha planteado, lo que es posible y pertinente hacer, o no, en ella. Por lo general los historiadores no consultan la historia de la pedagogía cuando disertan sobre lo que debe hacer la escuela; y aunque un decano de una Facultad de Educación de una Universidad privada, dijera a propósito de la Ley que discutimos, que no es cierto que el conocimiento de la historia sea condición para que no la repitamos, en todo caso, es palpable la ligereza con la que se puede hablar del presente cuando creemos que éste es resultado de algo que no ha sucedido.

Como señalamos en la introducción, este debate es tan antiguo como la escuela misma. Pero como no es posible hacer el recuento de este interesantísimo proceso, sólo destacaremos algunos hitos importantes del mismo que consideramos pertinentes para la discusión.6 La idea de que Colombia tiene una historia es un acontecimiento relativamente reciente.

Tal como lo documentamos en la tesis (2008), sólo hasta los primeros años del siglo XX comenzó a pensarse en la necesidad de tener un relato completo y sistemático que narrara metódicamente las diferentes etapas por las que habría pasado este territorio que se estaba delimitando, llamado, desde 1986, República de Colombia. La guerra de los mil días y la separación de Panamá, habrían sido dos episodios definitivos para pensar en la necesidad de tal relato. Fue sólo hasta ese momento que apareció el sentimiento nacionalista, entendido éste, como lo define Llobera (1996), como una religión que supone un sentimiento subjetivo a ser formado (no natural). Según dicho autor el nacionalismo: 

(...) actúa y se practica como la religión, a través de mitos y ritos, (…) de sacramentos diarios (...) de celebraciones de identidad (...) es fuerte en términos de experiencia (...) supone la parafernalia de una religión: dogmas, festividades, rituales, mitología, santos, lugares sagrados, etc. (Llobera, 1996:194).

Y este sentimiento suele aparecer con más fuerza cuando está amenazado; es entonces cuando se cree que debe ser cultivado y estimulado. En parte la identidad de una nación se erige sobre la negación de lo que otras son. Tal sentimiento encontró en la escuela uno de sus escenarios privilegiados para formarlo. Por eso la escuela fue una máquina de sensibilización moral y de homogenización cultural. Sirvió, no solamente para la unificación de la lengua y la consecuente subordinación de los dialectos regionales, sino para la creación de un sentimiento de pertenencia a un territorio que tendría un pasado común cuyo relato había que elaborar. Dicho relato se comenzó a escribir a comienzos del siglo XX para ser enseñado. Lo que se había escrito en el siglo XIX eran relatos, sí, pero fragmentados y centrados prácticamente en la descripción de lo que había sido la independencia, en tanto epopeya. Los primeros textos que narraban la que sería oficialmente una historia de Colombia datan apenas de comienzos del siglo XX, y con toda claridad, tenían como destino su enseñanza en la escuela.

A partir de ese momento se va a vivir una verdadera batalla ideológica por definir cuál sería el relato más legítimo. Así lo plantea Nikita Harwich (1994) cuando señala que:

"Pese a las fuerzas políticas o sociales divergentes que podían existir en cada uno de los países surgidos a raíz de las guerras de emancipación Ibero-Americanas, había un punto clave en el que todos podían coincidir: era indispensable educar al "pueblo". Debía tratarse, con ello, de transmitir, además del conocimiento, las virtudes necesarias para que cada uno pudiese asumir plenamente su función de ciudadano (...) La independencia marcaba un antes y un después: el hito de unos nuevos orígenes, generadores además de tradición e identidad” (p. 427).

Es importante insistir en la explicación de las condiciones que le dieron forma al relato escolar del pasado, y diferenciarlo de la discusión acerca de cuál es el papel y las características que debe tener la historia entendida como un relato propio de una profesión independiente. Aunque lo segundo sería un fenómeno tardío en nuestro país (años 1950), lo que importa es precisar por qué la historia escolar tuvo las características particulares que tanto se le critican. Harwich también lo señala:

(...) Al ritualizarse, el relato adquiría la forma canónica de un imaginario colectivo. (...) el espíritu que guiaba la elaboración de estos textos pedagógicos seguía siendo, en palabras de Justo Sierra, el de fomentar "la religión cívica” que une y unifica, destinada no a reemplazar las otras (...) sino a crear una en el alma social (…) Algunas voces disidentes podían denunciar el carácter abiertamente mitológico de este universo cultural. (…) Por lo general este debate quedaría relegado a los estratos superiores de reinterpretación y análisis de los procesos históricos nacionales - sobre todo a partir de las últimas décadas del siglo XIX - y no se reflejó en los textos escolares de enseñanza, abriendo así una creciente brecha entre la Historia como materia de reflexión crítica y una tradición historiográfica que heredaba criterios y patrones fijados en el tiempo y repetidos a la manera de un Credo. (…) Los ideales de una pedagogía cívica efectiva debían asegurarle al ciudadano no solamente la certeza de sus orígenes, sino también la inalterabilidad de sus normas de conducta (Harwich, 1994:431-436).

Varios autores, refiriéndose a esta distinción entre historia erudita e historia escolar, sostienen que la primera apareció después de la segunda. Raimundo Cuesta (1997), por ejemplo, lo hace explícito para el caso de España: 

El hecho de que la historia hiciera presencia en la escuela secundaria en la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX asociada a la memoria, la erudición y la literatura, muestra que fue primero la enseñanza de la cronología, la historia de las dinastías, episodios, otras culturas, etc., antes que la disciplina como tal, con un cuerpo de saber definido, es desde ese cuerpo de saberes dispersos, que se asienta en la enseñanza, desde donde surgirá luego, como uno de sus orígenes, el saber disciplinar histórico (...) (p.78).

A partir de ese planteamiento, que se puede verificar también para el caso latinoamericano, es que insistimos en que la historia escolar no es una tergiversación de la historia universitaria. Si la historia universitaria quiere desprenderse de las formas canónicas con la que funciona la historia escolar, es porque en parte heredó de ella dichas formas. 

Tal batalla por definir las características que debía tener el ciudadano y el tipo de sentimiento que le uniría a la nación, se dio en torno a tres asuntos estratégicos que describimos con detalle en la tesis doctoral (2008): la nacionalización del territorio, del pueblo y del pasado. Estos tres asuntos darían lugar a la emergencia de lo que allí llamamos las ciencias sociales escolares. A la escuela se le encargó instaurar en la sociedad un sentimiento moral y una identidad nacionalista y a fe que lo hizo bien, tanto que la idea de historia que prevalece en el imaginario cultural es aun la que se difundió durante décadas en la escuela; nos referimos a la idea de la historia como fuente de ejemplos de lo que son las buenas costumbres y la distinción social, de lo que caracteriza a la nación y lo que no le pertenece, incluso, la idea de que la historia es el ordenamiento correcto de hechos que se suceden unos tras otros y se narran como un cuento. Desprenderse de estos imaginarios le ha costado bastante a la historia académica. Por esa razón los historiadores profesionales han batallado hasta el cansancio contra la historia escolar, que la relacionaron, con razón, con los trabajos de la academia Colombiana de Historia, que nació justamente a comienzos de siglo XX para escribir ese relato sobre lo que era Colombia que se reclamaba con urgencia para ser enseñado. Pero eso no lo tienen muy en cuenta a la hora de hacer la crítica epistemológica desde los cánones de lo que sería luego la llamada Nueva Historia. En la siguiente cita se ilustra la vehemencia con la que se quieren separar de lo que consideran una vieja historia: 

La historia hecha en las universidades a partir de la década de los sesenta, la historia recogida en las nuevas revistas académicas, de una y otra forma reivindicaba su carácter de conocimiento objetivo y verificable y su inscripción en el mundo de las ciencias sociales. (…) Los nuevos historiadores –que en general, aunque con algunas excepciones, eran los historiadores que trabajaban en las universidades– se sentían miembros de un grupo que seguía procedimientos rigurosos y metodologías sólidas. (…) los historiadores críticos, al reelaborar el pasado del país, construían una visión que, en la misma medida en que era más exacta, superaba los mitos y las formas de manipulación que hacían de la historia académica una herramienta en manos de los grupos dirigentes. (Melo, 2000:154)

Para ellos lo que había antes era manipulación de la verdad, la cuál habría de ser revelada solamente con la llegada de los historiadores universitarios. En este alegato de los llamados nuevos historiadores se perciben dos imprecisiones. La primera relacionada con las características de la historia que se escribió desde la Academia Colombiana de Historia (ACH), y la segunda con el momento en que habría surgido la historia crítica. La historia de la ACH nació con fines pedagógicos, es verdad, pero en los argumentos que dieron para legitimarse, estuvo presente su interés por escribir una historia objetiva, metódica, pegada la verdad, no especulativa y no partidista. Eran tiempos en que el positivismo estaba legitimado y lo que hicieron lo hicieron con base en esos preceptos, con todo rigor. Si se compara dicho alegato con el de los nuevos historiadores de los años sesenta, vamos a encontrar una gran similitud, aunque los segundos se apoyaban, no en el positivismo sino en el marxismo y en el estructural funcionalismo de vertiente americana. De otra parte la idea de que esa generación fue la que escribió la historia crítica, desconoce completamente los aportes de los historiadores que aportaron al debate sobre la identidad nacional, con textos importantísimos para su enseñanza en la escuela, en los años 1920, 1930 y 1940. De hecho la llegada del pensamiento marxista a Colombia se le debe, además de los intelectuales y lideres sociales comprometidos con las luchas obreras y campesinas, a los intelectuales vinculados a la enseñanza, muchos de ellos haciendo parte de los gobiernos de Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos, entre 1930 y 1940. 

Desde el Ministerio de Educación los liberales de los años 1930 lideraron un movimiento que traería al país las ciencias sociales: la antropología, la sociología, la geografía humana y económica y la filosofía, especialmente; todo esto como parte de una estrategia cuya columna vertebral sería la renovación profunda que le quisieron dar a la formación de maestros, con la creación de la Escuela Normal Superior. Fue una lucha en contra de la visión conservadora y eclesiástica de lo social, centrada en las humanidades clásicas. Para los liberales esa visión servía para formar ciudadanos abstractos, pero no auténticos defensores de una identidad nacional, ligada al pasado indígena y a las tradiciones populares que les interesaba reivindicar. A esta nueva mirada los liberales le dieron el nombre de Estudios Sociales, y el nicho institucional en el que se consolidaron fue la escuela básica y secundaria, y las Escuelas Normales, en particular la Escuela Normal Superior. 

Las humanidades que habían hegemonizado el ámbito de la escuela centraban su interés en la formación de un ciudadano culto (ilustrado) y civilizado, y en la ejercitación de la memoria y la erudición; la lengua, la gramática, la lógica matemática, así como la historia y la geografía, entendidas como información, servían para cultivar el arte de pensar y la erudición. A todo esto lo llamaban cultura general, uno de los más importantes signos de distinción social. 

Lo que interesa resaltar acá son dos cosas: en primer lugar, que no fueron los fundadores de la Nueva Historia los pioneros del pensamiento crítico, y segundo, que dicho pensamiento, que había surgido tres décadas atrás, tuvo como nicho la pedagogía y la escuela. Lo que hoy se reconoce como Ciencias sociales tuvo allí su genealogía. Me permito citar en extenso apartes de mi tesis para ilustrar lo anterior: 

La primera vez que apareció referenciado el término Ciencias Sociales fue en la Facultad de Educación de la Universidad Nacional, creada por Olaya Herrera en 1932. Los temas que se trataban en la sección de pedagogía incluían por un lado la Pedagogía propiamente dicha donde estaban las materias de metodología general y especial de las Ciencias Sociales, planeamiento educativo, material didáctico y práctica docente. Y en segundo lugar filosofía y sociología, con las materias de historia de la filosofía, filosofía de la educación, sociología general, sociología americana, moral profesional y economía.

Por lo menos hasta mediados de los años cuarenta no existieron programas universitarios que se ocuparan de un campo de saber denominado de esa manera. Existían la Facultad de Filosofía y Letras del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional. Estos eran los lugares donde habitaba el pensamiento humanístico, tal como se entendía en la época.

La primera vez que se habló de Ciencias Sociales en el ámbito universitario fue en el proyecto de Ley Orgánica que presentó el gobierno para reformar la Universidad Nacional (Noviembre de 1935); allí se propuso dentro de la división académica crear los colegios de: Ciencias Físicas, Ciencias Biológicas, Ciencias Sociales, y Humanidades. 7 Estos colegios podían dividirse en departamentos de enseñanza por un lado, e investigación, por otro (Universidad Nacional de Colombia, 2000:78). Esta reforma nunca se llevó a cabo. Fue Gerardo Molina quien hizo finalmente el tránsito de las Ciencias Sociales desde el campo de la educación y la pedagogía al ámbito de la Universidad. Como rector de la Universidad Nacional (1944-1948) se ocupó de cambiar la vieja estructura académica que todavía giraba sobre las profesiones clásicas (la Ingeniería, el Derecho y la Medicina) y permitió la llegada de las nuevas disciplinas que se venían cultivando desde la Escuela Normal Superior como la etnología, la antropología, la sociología la psicología, la economía y la filosofía. (8)

Antes, tampoco había una producción intelectual suficiente en áreas de saber especializadas que hicieran referencia a lo que desde la escuela se comenzó a llamar Ciencias Sociales. Fue desde el Ministerio de Educación desde donde se estimuló esta producción intelectual, en relación con las nuevas disciplinas que se consideraban necesarias para ser enseñadas en escuelas y colegios. En 1936 el Ministro de Educación se quejaba por no poder recomendar textos de geografía, historia o sociología colombiana, pues consideraba que las obras existentes estudiaban aspectos muy parciales de la realidad colombiana. Justificado en ese argumento, y para hacer más efectiva la intervención del Estado en la enseñanza, el ministerio se propuso elaborar programas que tendrían las características de auténticas guías científicas para que el maestro tuviera todos los elementos teóricos y las pautas para su experimentación. De esta manera el ministerio se estaba echando al hombro la responsabilidad de la producción científica. Varios de los textos de Ciencias Sociales que se produjeron en los años posteriores fueron hechos por los intelectuales que el ministerio contactó para encargarle su escritura.

El término de Ciencias Sociales apareció de nuevo en la educación primaria en el plan de estudios para las escuelas rurales de 1939, refiriéndose a la historia, la geografía y la cívica. Se habló de Ciencias Sociales para darle una unidad de cuerpo a esas disciplinas y dejar a un lado su tratamiento independiente. Tal integración obedeció entonces a un interés formativo y no a una dinámica proveniente de las comunidades científicas. La correlación de estas materias o asignaturas se consideraba un proceso fácil de lograr, pues en cualquier medio ambiente con el que tuvieran contacto los alumnos se podía apreciar la íntima relación y mutua dependencia que existía entre los fenómenos naturales.

La denominación de estudios sociales se incluyó dentro de las llamadas ramas de la segunda enseñanza, según la reforma de 1935, cuando se estableció que el pensum de bachillerato desarrollaría como disciplinas paralelas durante 6 años: las matemáticas, las ciencias naturales, el idioma materno y los estudios sociales (Historia, geografía, educación cívica y filosofía). Muy seguramente esta idea provenía de la educación primaria, donde se consideraba importante, por un criterio pedagógico, integrar las disciplinas para darles un sentido más holístico y facilitar su aprendizaje.

En la educación secundaria se habló por primera vez de Ciencias Sociales en los planes de estudio de 1945, cuando Germán Arciniegas, Ministro de Educación del presidente Alberto Lleras Camargo, encargado del poder ejecutivo después de la renuncia de Alfonso López Pumarejo, dictó una resolución incrementando al doble la intensidad horaria de las Ciencias Sociales en los dos últimos años de los estudios normalistas. Aún actuaba como Secretario General del Ministerio Gustavo Uribe, artífice de la reforma a los programas de ensayo para la escuela primaria de 1933, y fue quizás uno de los últimos actos administrativos de la reforma liberal. Sustentaban esta medida argumentando la necesidad de que los maestros conocieran bien el país y así pudieran infundir en los estudiantes el amor a la patria y los pudieran formar como ciudadanos responsables capaces de actuar como elementos de progreso. Consideraban entonces que había una despreocupación por estos estudios, habiendo constatado que su orientación y el poco tiempo de dedicación estaba influyendo en el abandono en que se encontraban las Ciencias Sociales en la escuela. Se incluyeron allí las asignaturas de historia, geografía y cívica, con una nueva guía metodológica para su docencia, e introduciendo como novedad los estudios de historia de América en secundaria (Montenegro, 1998:130). Los argumentos que esgrimía aquí Gustavo Uribe fueron los mismos que utilizó cuando integró estas disciplinas en los programas para las escuelas primarias.

Es importante entender cómo los intereses del nacionalismo y la pedagogía crearon gradualmente la necesidad de nombrar de esta manera un campo del conocimiento que emergería recogiendo, articulando y reescribiendo otros saberes producidos en el pasado con otros fines. (Alvarez, 2008, pp 132-138)

Entender cómo fue que surgió la idea de llamar a un conjunto de nuevos conocimientos Ciencias Sociales, es importante también para mostrar que los esfuerzos por renovar la enseñanza datan de muchas décadas atrás y que es en ese contexto que la pregunta por la enseñanza resulta significativa; cito de nuevo apartes de mi tesis para ilustrar esto: 

En 1941 se hizo explícita la intención de superar los métodos de enseñanza llamados librescos, verbalistas y memorísticos contra los que se combatía en la época. En el programa para los estudios sociales publicados por el Ministerio de Educación (República de Colombia, 1941:111-119) y adaptados para el departamento de Nariño, se señalaban claramente las razones por las cuales se debía dar el giro. Por un lado se justificaba el hecho de agrupar la enseñanza de las antiguas disciplinas de la historia, la geografía y la cívica en un solo programa llamado estudios sociales. De esta manera se consideraba que se liberaba al maestro de la obligación de tener que cumplir un programa con unos contenidos preestablecidos en las llamadas asignaturas básicas y que lo remitían al conocimiento de los símbolos que reemplazaban la realidad, con lo cual no quedaba otro recurso que el verbalismo, de donde se derivaba la pasividad del alumno y se distanciaba la escuela de la vida. Las asignaturas se consideraban ya una abstracción hecha sobre la realidad, razón por la cual se debía acudir al uso de signos y palabras para representarla, con lo cual las actividades didácticas se convertían en un proceso desabrido y monótono. La categoría de estudios sociales se utilizaba entonces para referirse a aquel proceso pedagógico que permitía:

“(…) afrontar realidades tangibles para demandar de ellas conocimientos valiosos (…)” (República de Colombia, 1941:111-119).

De esa manera no se necesitaba acudir a los símbolos, cosa que sí era necesaria cuando la fuente del conocimiento provenía de los libros de texto, donde se encontraban las lecciones materia por materia, o cuando las narraciones orales se convertían en el medio para transmitir un conocimiento que guardaba la memoria. Si el propósito era lograr que el niño se adaptara al medio, en lo que hemos llamado la territorialización del sujeto, era necesario ponerlo frente a la realidad, en contacto directo con las cosas, las personas, los fenómenos naturales y sociales que lo constituían.(pp 139- 140) 

Es en el devenir de la enseñanza donde podemos encontrar la gestación del pensamiento crítico que reclaman los fundadores de la Nueva Historia y los defensores de La Ley 1874. Las llamadas ciencias sociales siguieron los cánones que la pedagogía les exigió en ese momento: una manera de organizar los contenidos, de priorizar temáticas, de secuenciarlas y de acceder a su conocimiento, así como los métodos y los instrumentos de investigación necesarios para ello. La ciencias sociales que se enseñaban en esas décadas no tuvieron que esperar a que las disciplinas existieran en los ámbitos universitarios (años 1960 y 1970), sino que crearon autónomamente sus propios cánones. 

Así fue planteado en la tesis (2008): 

La escuela debía cumplir un papel revelador de aquello que el niño observaba y vivía, pero de lo cual no era consciente. El método activo proponía que la escuela aportara algo nuevo a las vivencias cotidianas que el niño tenía en contacto con su realidad. Por el hecho de tener una familiaridad obvia con el ambiente en el que vivía y con los factores sociales y naturales en los que se desenvolvía, se producía un fenómeno de indiferencia ante la presencia de los mismos. Lo que la escuela debía hacer era evitar que esa familiaridad se convirtiera en indiferencia o desdén y se despertara en el niño un entusiasmo por comprenderlos, advirtiendo en ellos hechos y circunstancias que antes le eran desconocidos. De esa manera se conectaba la experiencia cotidiana del niño con aquellas que los estudios sociales le ofrecían, ampliando así el panorama vital que se desenvolvía ante los ojos del educando. (República de Colombia, 1941:111-119)

La metodología, como ya se ha dicho, partía de problemas y buscaba aprovechar la natural curiosidad de los niños, para que investigaran y exploraran por su cuenta aquello que se suponía estaba ligado a sus intereses próximos. El método tradicional que se estaba cuestionando partía de unas disciplinas que, a juicio de los autores de los nuevos programas, se habían convertido en entelequias teóricas donde sólo operaba la razón y se habían alejado de lo que se proponían formar, justificado como intereses vitales del niño. La pedagogía introducía así un debate sobre el lugar de las disciplinas en la escuela y asumía una posición al respecto que consistía en resistirse a respetar las disciplinas en sí mismas, asumiendo la responsabilidad de producir el conocimiento con sus propios métodos. La tesis que estaba en juego era la siguiente: la pedagogía no podía ser un simple medio en la tarea educativa, sino un fin en sí misma, pues de ella dependía garantizar la formación de los niños; las disciplinas tenían que estructurar sus conocimientos de tal manera que cumplieran con la función de educar. En palabras de la época se decía sobre la pedagogía:

“(…) cualquier concepto que de ésta se tenga ha de considerarla como un fin en sí misma y no como simple medio a que se apela para facilitar la tarea docente, puesto que toca las fuerzas todas que afectan la vida emocional, espiritual y física de los educandos. (…)” (República de Colombia, 1941:111- 119).

De una manera un tanto pragmática, los estudios sociales, bajo estas premisas, pasaban a considerar diferentes tipos de problemas propios de la sociedad, en función de los intereses y posibilidades de los niños, adecuándolos siempre en su complejidad, extensión y profundidad a cada grupo de edades. El método consistía en permitir que los problemas fueran abordados por los alumnos mismos a partir de su propia realidad y fueran puestos a consideración en el aula de clase. El aula se convertía así en una especie de laboratorio donde se producía un conocimiento que se iba construyendo a partir de la deliberación que suscitaba la observación y las diferentes posiciones y consideraciones que surgieran sobre un problema específico. Las ideas, comentarios y apreciaciones que iban surgiendo durante el proceso de estudio era lo que el maestro debía estimular y encauzar hasta reducirlos a términos de verdad y precisión. (pp. 143-157)

Podríamos seguir explicitando los pormenores de esta historia, por ejemplo la manera como surgieron los trabajos arqueológicos, la antropología cultural y la etnología, también ligados a un propósito nacionalista y pedagógico, o cómo la geografía, la cartografía y la economía sirvieron a esos mismos intereses; todo esto en medio de una álgida disputa política en la que los protagonistas no fueron solamente las élites, sino también los movimientos indígenas, campesinos, obreros y estudiantiles, y en medio de un modelo de crecimiento económico basado en la industria que le dio vida a nuevos sectores sociales y a una clase media intelectual que jugaría un papel definitivo en los acontecimientos que desembocaron luego en la llamada Violencia. También podríamos detenernos en la manera como tal violencia produjo el desencanto del proyecto liberal y como la arremetida conservadora y eclesiástica volvió a traer la historia patria y los viejos humanismos eruditos al pensum escolar. El desencanto de los científicos sociales formados en la Escuela Normal, los llevaría a atender el llamado de los gobiernos del Frente Nacional durante las décadas de 1960 y 1970, apostando por la tecnocracia que procuraba el modelo desarrollista y la Alianza para el Progreso. Es en ese contexto en el que se produce lo que he llamado el olvido de la pedagogía política, que llevó a creer que la historia escolar siempre ha sido la misma: episódica, acontecimental, erudita, memorística y heroica, con todos los apelativos peyorativos que los historiadores la califican. La historia de la enseñanza nos muestra otra cosa. Que sirva estos breves apuntes para llamar la atención acerca de la importancia de conocerla más en profundidad antes de seguir haciendo juicios ligeros y superficiales. 

 

3. La historia que se enseña en la escuela

Este tercer apartado quiere llamar la atención acerca de la importancia de escuchar a los maestros de ciencias sociales y en general a todos los maestros de la educación básica y media que están haciendo esfuerzos importantes por adelantar la difícil tarea de incorporar una dimensión histórica al currículo, sin necesidad de fraccionarlo, y de renovar pedagógicamente la enseñanza. Son esfuerzos que buscan articular los saberes a proyectos que hacen de la enseñanza y de la escuela en general una oportunidad para que los niños y jóvenes no caigan en la trampa del autoaprendizaje teledirigido y gobernado por las redes virtuales, la propaganda, los centros comerciales y toda la cultura light que nos amenaza en esta sociedad híper consumista e híper individualista. 

Como decíamos en la introducción, la integración de las ciencias sociales no se ha logrado. Ni las editoriales ni la mayoría de los maestros lo han hecho en la práctica. En casi todos los casos se sigue dictando historia y geografía aparte, repartiendo las horas asignadas al área entre cada una de las dos disciplinas, y por lo general, en los grados 10º y 11º, dejando un espacio para la cátedra de democracia y lo que la ley 115 llama ciencias políticas y económicas. La filosofía la trabajan aparte en un área que incluye la ética y la religión. 

Es un fraccionamiento que tiene también una larga historia y que parece muy difícil de cambiar, aunque desde el punto de vista pedagógico es indudable que la articulación de las disciplinas en la escuela resulta muy potente para responder con más eficacia a los retos de una formación pertinente. Está probado que tal articulación no necesariamente prescinde de las disciplinas, es cuestión de método y de inteligencia pedagógica saber orientar el diálogo entre unas y otras. La historia puede ser transversal a todas, absolutamente todas las áreas del currículo, si la tratamos como parte del pensamiento social o de una dimensión social que se relaciona con la ciencia, el arte, las matemáticas, la tecnología, el lenguaje, la educación física, la filosofía, en fin. Para que esto sea posible hay que trabajar con todos los maestros, de todas las áreas, y no ponerlos a competir entre ellos para sumar horas a favor de una u otra disciplina. 

Aunque no son muchos, sí hay maestros comprometidos con la renovación pedagógica procurando darle a la escuela una oportunidad para superar el fraccionamiento absurdo que la ha caracterizado. Por esa razón cada vez que los profesionales de una disciplina salen a exigir que se les de un mayor peso en el equilibrio de horas de la malla curricular, lo único que están haciendo es reforzar la competencia por las parcelas del saber en el que se suele caer, con lo cuál se perjudica enormemente a los estudiantes, pues se les impide fortalecer esa visión holística que todavía tienen y que el mundo les exige más y más. 

Hay una premisa falsa en todo este alegato de los historiadores y es que en la escuela no se enseña historia, o se enseña una mala historia. Este juicio temerario está hecho sobre experiencias aisladas y fragmentadas, pero no sobre una investigación cualitativa o estadísticamente validada. Habría que darle la palabra a los maestros de ciencias sociales para que nos digan cómo la enseñan, y si es verdad que la han abandonado. 

Muchos se habrán preguntado dónde están los geógrafos en medio de este debate. En realidad siempre han estado. La relación de los geógrafos profesionales con la escuela siempre ha sido más estrecha, tal vez porque reconocen con más humildad la deuda que tienen con ella en la formación de su disciplina. Hace tiempos que la geografía está también planteando la necesidad de pensar el espacio, el territorio y las regiones en una perspectiva social integrada y en diálogo con otras ciencias; con mayor razón en la escuela. (9)

Hizo bien el Ministerio en impedir que la Ley creara una cátedra de historia exclusiva, por fuera de las ciencias sociales; esto por lo menos garantiza que no se siga haciendo trizas el currículo integrado que las pedagogías progresistas siempre han procurado. Para garantizar que la dimensión social, con una perspectiva histórica clara sea transversal al proyecto pedagógico y al PEI, hay que trabajar en serio con toda la comunidad educativa, incluyendo por supuesto a los padres de familia, para que a través del gobierno escolar se haga un seguimiento a este propósito, y todos, con el liderazgo de los maestros, estén convencidos de la importancia de ello. No es pues, insistimos, un asunto solamente de los maestros del área de ciencias sociales. 

Las alternativas didácticas para lograr esto sí que es un tema de los maestros, y ojalá se les permita hablar para que le cuenten al país cómo enseñan la historia, cómo la conectan con el presente, con qué recursos, con qué estrategias metodológicas; y esto a pesar de las condiciones precarias en las que trabajan. Si el Estado de verdad quiere que la dimensión social con perspectiva histórica clara se vuelva transversal en la escuela y se aborde en profundidad, es necesario que se dote de recursos a los colegios, pero no con cartillas y ayudas didácticas prefabricadas por ingenieros o sabios, sino con recursos para que el saber de los maestros, su ingenio y creatividad, se despliegue, diseñando mil formas de hacerlos. (10)

Algunos de los planteamientos que se han escuchado es que la Ley 1874 es inocua, y esto puede ser cierto si pensamos que el problema es realmente de fondo. Lo que pareciera inocuo es ese afán por conquistar en el currículo una parcela para una disciplina específica. No lo es si se aprovecha para continuar realizando esfuerzos para cualificar los procesos de una enseñanza más articulada. Y esto es lo que vale la pena hacer visible. 

En muchas revistas de pedagogía o incluso revistas de historia y geografía, y de estudios sociales de diferentes universidades, se registran innumerables experiencias de la forma como se busca renovar la enseñanza de las ciencias sociales en la educación básica; allí se puede rastrear la masa crítica que se ha acumulado en torno a este saber escolar. Es muy importante hacerle seguimiento a un movimiento pedagógico que sigue activo desde la Expedición Pedagógica Nacional (11) y a las iniciativas que desde muchas ONG, Universidades y redes de maestros se vienen dando en torno a la Cátedra de Paz, la Cátedra Afrocolombiana, la Catedra de educación sexual y la Cátedra para la democracia, también a quienes impulsan la formación en Derechos Humanos. La lista de referencias es muy grande y cualquier mención va a dejar por fuera otras; lo que no se puede es ignorar los esfuerzos quijotescos que se hacen en esta dirección. Allí hay, más que guías didácticas, relatos de experiencias realmente significativas que muestran que sí es posible trabajar transversal e integralmente el conocimiento, sin necesidad de abandonar los contenidos y la información que suministran las disciplinas específicas. (12)

También vale la pena reconocer los esfuerzos que desde hace por lo menos dos décadas están haciendo las licenciaturas de ciencias sociales por renovar sus mallas curriculares; allí seguramente se podrán encontrar aportes valiosos para enriquecer esta discusión. En este momento el Centro de Memoria Histórica, la Comisión de la Verdad e incluso la Jurisdicción Especial para la Paz, están produciendo contenidos que pueden ser muy valiosos para trabajar en los colegios, de hecho en dichos espacios hay profesionales pensando en ello. Ahora bien, son contenidos peligrosos para algunos intereses políticos y por ello están tan amenazados. Es la historia de la escuela, de la pedagogía y de los maestros, atravesada por las luchas y los conflictos políticos, de manera quizás inevitable. Por eso hay que rodearles y trabajar en equipo antes de seguirlos considerando “operadores educativos”. Hay una inmensa riqueza por explorara que no se puede dejar al margen de este debate. Pero no solamente para guiar a los maestros en estrategias didácticas, sino para recoger de sus reflexiones las pautas que han de orientar las políticas públicas que se propone desarrollar la Ley 1874. (13)

 

Notas

1. Este planteamiento lo han hecho también Raimundo Cuesta (1997), para el caso de España y Maria do Carmo Martins (2002), para el caso de Brasil.

2. En Brasil, por ejemplo se dio a finales de la década de 1990 una discusión muy parecida a la que hoy tenemos en nuestro país. Maria do Carmo Martins (2002) la recogió en una investigación en la que documentó desde el siglo XIX la relación que los académicos tuvieron con la historia escolar; según la autora, fue en 1998 cuando la Asociación Nacional de Profesores Universitarios de Historia (ANPUH) protestó indignada contra el gobierno nacional cuando integraron en una sola asignatura todas las ciencias sociales. Destaca allí cómo los historiadores se sentían violentados en su autonomía por obligarlos a pensar más allá de los límites propios de su disciplina.

3. Ver, entre muchos otros esfuerzos, lo que los estudios culturales y poscoloniales han planteado. Walsh, C, Schiwy, F, Castro-Gómez, S, editores, (2012).

4. Se puede consultar la cátedra doctoral que recientemente se dictó en la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, en el marco de la celebración de los 40 años del grupo de Historia de la Práctica pedagógica. https://catedradoctoral.wordpress.com/ Allí se hizo referencia, entre otros asuntos, a lo que está pasando en la sociedad contemporánea con la sociedad del conocimiento, el aprendizaje durante toda la vida, la expansión de las técnicas de autoayuda y la desestatalización de la educación, como tendencia que lleva al debilitamiento del papel formador de la escuela.

5. https://uniandes.edu.co/noticias/educacion/cual-es-el-alcance-de-la-ley-...

6. Los planteamientos que siguen fueron ampliamente desarrollados en la tesis doctoral del autor (2008): Las ciencias sociales en el currículo escolar. Colombia: 1930-1960. Aunque no se ha publicado la tesis completa, se pueden revisar apartes en Alvarez, 2010 y Alvarez 2013.

7. Como se constata aquí, las Ciencias Sociales nacieron como un saber que no devino de las Humanidades, sino como un campo de saber diferente, que hacía parte de los saberes emergentes.

8. Para 1944 ya se comenzaba a debilitar el proyecto educativo liberal y varios de los profesores de la Escuela Normal Superior comenzaron a refugiarse en la Universidad Nacional, bajo el amparo de Gerardo Molina, fiel seguidor del ideario que se había puesto en juego con la Revolución en Marcha.

9. Así se puede ver en el trabajo que se hace desde la Asociación Colombiana de Geógrafos ACOGE http://www.acoge.net/Ingreso.html, e incluso desde el Instituto Geográfico Agustín Codazzi IGAC. https://www.igac.gov.co/.

10. Sería objeto de una investigación mostrar cientos de experiencias interesantes que los maestros adelantan en sus colegios; para una primera aproximación se recomendaría revisar lo que confluye en la Red colombiana de investigación en didáctica de las ciencias sociales; hasta el 2018 habían realizado nueve encuentros nacionales. https://redcolombianadcs.blogspot.com/. También el colectivo de Historia Oral de Colombia, que hasta el 2018 llevaban siete encuentros nacionales. https://colectivohistoriaoral.org/equipo-de-trabajo/. 

11.En este video se puede ver la propuesta de la Expedición Pedagógica Nacional para leer de otra manera la cotidianidad de la escuela y valorar su riqueza y los aportes que desde allí se hacen para fortalecer el tejido social y cultural:  www.youtube.com/watch?v=sF5s2lFKSxU.

12. Colectivos de maestros que trabajan por la paz en regiones y colegios, son muchos, como este https://expresionesdepazsalen.blogspot.comRed de educación para la paz y los derechos humanos www.rededupaz.com - http://www.co.undp.org/. Se recomienda revisar las publicaciones de la editorial Magisterio, que tiene una amplia colección en los temas de cátedra afrocolombiana y cátedra para la paz. www.magisterio.com.co.

 

Bibliografía

Alvarez, A, 1995, ... y la escuela se hizo necesaria. En busca del sentido actual de la escuela. Editorial Magisterio y Sociedad Colombiana de Pedagogía, colección Mesa Redonda No.21. 155p.

Alvarez, A, 2008, Las ciencias sociales en el currículo escolar, Colombia: 1930-1960, Tesis doctoral, sin publicar.

Alvarez, A, 2010, Formación de nación y educación. Siglo del Hombre Editores, Historia de la Práctica Pedagógica, Bogotá.

Alvarez, A, 2013, Las ciencias sociales en Colombia. Genealogías pedagógicas, IDEP. Serie Investigación, Bogotá,

Barahona, M, 2002, Evolución histórica de la identidad nacional (2a Edición ed.), Tegucigalpa, Honduras, Editorial Guaymuras.

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Llobera R, 1996, El dios de la modernidad: el desarrollo del nacionalismo en Europa occidental, Barcelona, Anagrama.

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