(Fragmento del libro: La formación de maestros y su impacto social. Páginas (175-182))
Por: Francisco Cajiao
A lo largo de estos sesenta años han ocurrido grandes transformaciones en Colombia y, por lo tanto, en las exigencias que se hacen a la educación. En 1940, Colombia era todavía un país agrario con más del setenta por ciento de su población ubicada en el sector rural. En 1945 solamente había 53.000 estudiantes matriculados en secundaria y 680.000 en primaria, en tanto que más de la mitad de la población era analfabeta32. Los medios de comunicación eran fundamentalmente la prensa y la radio, ambas con una cobertura muy restringida dadas las condiciones de analfabetismo y deficiencia de la electrificación rural (sólo en los años cincuenta se inicia la “revolución del transistor”). Los viajes a sitios lejanos no eran usuales por la carencia de vías, de dinero y de medios de transporte. La gente del altiplano no conocía el mar y la gente de la costa no viajaba a las montañas.
En este contexto puede comprenderse que la escuela y sus maestros eran la única fuente efectiva de adquisición de información y desarrollo de algunas habilidades básicas para el desempeño en una sociedad que daba sus primeros pasos tímidos hacia la modernización. Era en la escuela y en la universidad donde niños y jóvenes podían enterarse de la existencia de otros países, de otros paisajes, de otras culturas, de otras maneras de vivir la vida. En la escuela se hablaba de los reinos de la naturaleza, de los acontecimientos de historia y de los accidentes geográficos. La mayoría de los maestros enseñaban de oídas sobre la existencia de océanos que nunca habían visto. Los estudiantes aprendían de memoria poemas infantiles y largos textos de la literatura. Se difundían las reglas de urbanidad que, según Carreño, debían usarse en la ciudad y se afianzaban hábitos de higiene. La escuela reforzaba los principios religiosos y morales impuestos en el ámbito de familias extensas. Los escasos libros de texto, ilustrados con grabados en blanco y negro, y las precarias bibliotecas escolares eran casi la única fuente de acceso a la cultura de la cual disponía la mayoría de la población en una sociedad aún sumida en la rutina de la economía agraria.
Repentinamente, a partir de 1950, el país comienza a dar veloces saltos en su estructura demográfica y productiva. Entre 1940 y 1965, la población total pasa de 8.600.000 a un poco más de 17.000.000 de habitantes, transformándose completamente la estructura demográfica, pues mientras la población rural creció en un 35% la urbana los hizo en un 500%. Junto con el acelerado proceso de urbanización, el país ingresa rápidamente a la red de comunicaciones modernas, primero con la introducción del radio transistor, que penetra rápidamente el campo, y luego, a finales de los cincuenta, con la televisión, que en pocos años se difunde en los hogares de todas los niveles sociales. Junto a estos medios masivos se incrementa la circulación de revistas cada vez mejor ilustradas y se ensanchan las redes de difusión de las telecomunicaciones: telefonía nacional, distribución cinematográfica, publicidad visual en vallas, afiches y almanaques, etc. Hoy se añaden a estos medios los videos de reproducción casera, los discos y casetes utilizables en reproductores portátiles, las computadoras, los fascículos de autoinstrucción que se distribuyen en los quioscos de revistas, la televisión por cable o antena parabólica, las redes de informática, el teléfono celular, las comunicaciones internacionales por microondas, el fax... A todo esto debe sumarse la modernización de la industria editorial, que hace productos cada vez más atractivos y variados, con mejores sistemas de distribución y publicidad. Esto es lo que, desde el punto de vista de las fuentes de información, podría- mos denominar productos culturales. Por otra parte, las facilidades generadas por la modernización del país en materia de vías, transporte y turismo social permiten que un volumen creciente de la población viaje dentro y fuera del país, acumulando experiencias directas de contacto con gente de culturas diferentes.
Surge entonces una pregunta básica: ¿qué tipo de educación corresponde a un mundo como el actual? Evidentemente, no es la misma que se requería en la década del cuarenta ni en la del sesenta. Incluso, tampoco es la que animó la década del ochenta. En esta última apenas aparecían los computadores personales y en la de los noventa apenas comienza a desarrollarse Internet. Pero la situación de comienzos del siglo XXI ya se anuncia completamente diferente.
Hoy, los maestros de primaria, secundaria o universidad no se enfrentan con niños y jóvenes ignorantes e ingenuos cuando inician sus clases. Por el contrario, entran en contacto con una enorme cantidad de información que cada uno de sus alumnos ha recibido por los medios más variados. Estos alumnos contemporáneos han entrado en contacto con experiencias humanas y sociales de todo el planeta, su cabeza está llena de imágenes de paisajes, escenas de amor y sexo, conflictos raciales y religiosos, guerras, obras de arte, avances tecnológicos, idiomas, propuestas políticas, productos de consumo, ideas perversas, etc. Pero también muchos de ellos tienen la experiencia práctica de haber conducido automóviles de carreras, naves espaciales o helicópteros de combate en los salones de videojuegos donde la realidad virtual opera en las mentes juveniles con una fuerza insospechada hace una década. De otra parte, los jóvenes se han apropiado de los espacios urbanos entrando en contacto con un comercio ampliado que ofrece multitud de estímulos, creando al mismo tiempo nuevas formas de diversión, de moda, de música, de violencia, de amor. En efecto, un maestro de educación básica o un profesor universitario ya no están cada día ante un grupo de alumnos ignorantes e ingenuos que esperan recibir de sus labios la última verdad sobre la ciencia, la filosofía o la vida. Ellos tienen criterios propios sobre lo que ocurre en el mundo y sobre la forma como experimentan cada día de su vida desde el contexto en el cual se mueven.
Ahora podemos retornar a nuestra pregunta sobre el tipo de educación que se requiere en un mundo así. Quizá el sistema escolar y universitario tenga que dar un viraje fundamental, pasando de ser el centro por excelencia donde se encuentra la información a ser el centro por excelencia donde se procesa la información. El problema del mundo premoderno era la carencia. El problema del mundo contemporáneo es el exceso. Exceso de información codificada en textos escritos, en imágenes fotográficas, en dibujos, en videos, en redes informáticas, en noticias radiales, en multimedia, en hipertexto. Exceso de temáticas cotidianas que bombardean a cada ser humano con mensajes sobre política, arte, conflictos interpersonales, mercadeo de productos, in- novaciones tecnológicas, prevención de enfermedades, paradigmas de belleza y expectativas de riqueza, poder y fama. Ante todo este asedio, los niños y los jóvenes, así como muchísimos adultos, requieren con urgencia mecanismos sicológicos y cognitivos diferentes a los que antes resultaban eficientes para construir un proyecto de vida de proyección individual y social. En este mundo posmoderno, en el cual priman la velocidad, la dispersión y la fatiga de la multiplicidad, se requiere buscar nuevas estrategias que ayuden a organizar de algún modo la experiencia cotidiana y hacia allí me parece que deben virar rápidamente las instituciones educativas.
Ya muchas universidades colombianas disponen de mecanismos de interconexión electrónica con otras universidades del mundo a través de Internet y ofrecen el servicio a sus estudiantes, quienes pueden usar la red desde los terminales de la universidad o desde sus casas. En dos o tres años, muchos colegios estarán haciendo lo mismo y en cinco o seis años el sistema estará ampliamente generalizado. En algún tiempo más, pero seguramente en menos de diez años, Colombia habrá ingresado a los sistemas de televisión interactiva, con todas las facilidades que ella representa para el manejo de teleconferencias.
Entonces la pregunta se repite una y otra vez: ¿qué tienen que hacer el colegio y la universidad?, ¿deben seguir teniendo profesores catedráticos que expliquen en cuarenta y cinco o noventa minutos la estructura de la célula o la historia del derecho romano? Tal vez sea necesario contar con muchos de ellos, no tanto por la información que puedan ofrecer como por la pasión que puedan infundir; pero lo esencial será contar con maestros capaces de discutir, de poner sobre el tapete multitud de versiones de un mismo asunto y de aprender a dilucidar caminos interpretativos, formas de elaboración de las ideas, creación de lenguajes apropiados para conciliar las evidentes contradicciones que se encuentran en la información pública.
Éste es el paso fundamental de una educación distribuidora de conocimiento a una educación generadora de conocimiento. En otras palabras, el tránsito de una educación acumuladora de información a una educación creadora de procesos en todos los campos de la vida humana.
La tarea de un profesor se hará tanto más ardua en la medida en que se asuma desposeído de verdades definitivas ante sus estudiantes, siempre en capacidad de aportar puntos de vista contrastantes con los suyos y con los de sus compañeros. Y no sólo en materia de opinión o interpretación de la realidad, sino además de una cantidad de información actualizada a la cual es casi imposible que acceda una sola persona. El clima de las instituciones educativas tendrá entonces que transformarse en todos sus aspectos: en su arquitectura, en su mobiliario, en su equipamiento y en el tipo de relaciones académicas. En vez de salones de enseñanza frontal, con pupitres, tableros y tarimas para el profesor, deberá haber mesas de trabajo y grupos de discusión. En vez de monólogos profesorales deberá haber trabajo en equipo para allegar información relevante para la solución de problemas o para la ejecución de proyectos. En vez de libros de texto únicos sobre los cuales se dan lecciones y se hacen tareas, habrá bibliotecas, con- sultas electrónicas y trabajos de campo que pongan a los estudiantes de todos los niveles en contacto con la realidad circundante. Los métodos de investigación, en toda su variedad, tendrán que hacerse más importantes que los resultados, ya que son indispensables para una vida cognitiva que siempre navega en la incertidumbre de ver- dades transitorias, y además tendrán que experimentarse desde los primeros años de primaria a fin de que los niños adquieran el hábito de la búsqueda más que la cómoda satisfacción de la respuesta fácil. El arte en todas sus formas hará parte de las disciplinas científicas y tecnológicas para avanzar en una conciliación entre la estética y el crecimiento humano, en una sociedad donde la belleza hace parte de la erradicación de la pobreza. La lectura y la escritura ya se han transformado en la sociedad sin que esta transformación haya aún tocado significativamente a la lectoescritura escolar: aún son precarios el uso del video y del diseño gráfico en trabajos rutinarios, el manejo de fórmulas acuñadas por la publicidad para la expresión de ideas y conceptos, el uso del hipertexto y otras modalidades de lenguaje que son familiares para niños y jóvenes, pero que la escuela no incluye como formas posibles de expresar nuevos significados.
Este conjunto de transformaciones necesarias abre un horizonte totalmente nuevo a la institución educativa, rompiendo el paradigma escolar que ha primado durante algo más de cuatro siglos. El dilema es cómo realizar este cambio institucional cuando las estructuras educativas están tan profundamente arraigadas en los imaginarios colectivos. Algo ya cambió al margen de la escuela: el universo tecnológico de las comunicaciones y las relaciones sociales, que se configuran precisamente a través de estructuras comunicativas. Estos cambios han acarreado en forma muy acelerada transformaciones en la manera de producir conocimiento y en las estructuras mismas del lenguaje a través del cual se transmite el conocimiento. Y todo esto cambió la forma de pensamiento de niños y jóvenes, que asisten ahora a instituciones educativas que para ellos hablan un lenguaje del pasado, imposible de usar para designar las experiencias del presente.
No hay duda sobre el papel transformador de la escuela y la universidad en el proceso de modernización del país cumplido entre los años cuarenta y ochenta. Gracias a su acción se formaron administradores, ingenieros, industriales y juristas que han animado los procesos de cambio social del país. Infortunadamente, no se tuvo el mismo éxito en la formación de artistas, científicos e investigadores suficientes para ponernos en el nivel requerido por el desarrollo de estos campos en las postrimerías del siglo xx. En este momento, muchas instituciones parecen haberse quedado atrás disfrutando de los modestos éxitos pasados, mientras lo que ocurre en el mundo externo parece atropellarlas cotidianamente con el signo de la velocidad y la innovación. Entretanto, niños y jóvenes están perdidos en medio de un mundo difícil de comprender, complejo en sus mecanismos de organización, disperso en sus valores básicos. En este mundo, la soledad se hace insoportable a pesar de la facilidad para los encuentros afectivos y sexuales. Las tasas de suicidio se incrementan. La muerte ronda en las comunas, en las discotecas. El alcohol y las drogas se convierten en paliativos de la angustia. El éxito en la ciencia, el arte, la tecnología o la industria es una posibilidad lejana en un horizonte de incertidumbre social y política que invita a la desesperanza. Al mismo tiempo, hay estímulos inagotables para conquistar el mundo cultural a través de foros nacionales e internacionales, congresos, turismo, literatura, imagen. El dinero es el intermediario siempre escaso para acceder a la abundante felicidad ofrecida en las vitrinas y en los anuncios comerciales.
¿Cómo, entonces, hacer que escuelas y universidades vivan en este mundo acelerado y caótico? ¿Qué cambios profundos corresponden a esta época apasionante por sus logros y posibilidades y aterradora por sus enfermedades sociales? ¿Cómo formar niños y jóvenes creadores y mentalmente sanos para que se apropien de todo este inmenso universo de oportunidades sin que la multitud de opciones termine por dejarlos con las manos vacías?
Es evidente que el reto del siglo xxi es la reconquista del mundo interior de un ser humano que por el momento parece deslumbrado con todas las luces artificiales de un frenético ir y venir con juguetes animados por la física, la química, la biología y la informática. La educación seguramente tendrá que ayudar ahora a reflexionar, a volver al eje de los universos personales donde toda esta riqueza exterior puede adquirir sentido. Seguramente habrá que volver mucho al cultivo de la comunicación interpersonal, al arte de la conversación, al ejercicio de virtudes fundamentales como la generosidad y la confianza. Quizá regresando a la búsqueda del espíritu humano logremos hombres y mujeres más creativos en el sentido de lo humano, de lo social, de lo amorosamente interpersonal, dando así nuevo significado a toda la riqueza material que surge día a día, con un crecimiento exponencial, en todos los rincones del planeta.
32 Helg, Aline, La educación en Colombia 1918-1957, Cerec, Bogotá, 1987.
(Fragmento del libro: La formación de maestros y su impacto social. Páginas (175-182))