Por: Liza Tilson
Regresando a casa en el metro pensé en todas las veces que había llorado en secreto, metida en aquél closet de útiles escolares y abiertamente en el baño de los maestros. Ahora lloraba silenciosamente en el tren, mirando por la ventana, deseando que nadie se diera cuenta. Nadie lo notó. Si alguien se hubiera dado cuenta, me habría mirado con curiosidad por un segundo, se hubiera encogido de hombros y hubiera seguido leyendo su periódico. En la ciudad de Nueva York se puede llorar en público porque a nadie le importa.